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Candelaria describe las operaciones como "innecesarias y evitables"

Candelaria Schamun, de 42 años, descubrió a los 17 que, al nacer, había sido Esteban.

En una carpeta color verde archivada en el escritorio de su padre, encontró una antigua partida de nacimiento que decía que había sido registrada como un bebé de sexo masculino.

«Varón sin testículos descendidos», registró el obstetra en su historia clínica.

Pero un mes después del nacimiento, los médicos les informaron a sus padres que, por medio de una serie de estudios, habían detectado que Esteban no era varón sino mujer.

La hipersecreción de andrógenos había producido la «virilización de genitales externos»; es decir, la aparición de caracteres sexuales masculinos externos -o un «clítoris superdesarrollado»- que no contradecía la existencia de genitales internos femeninos.

Intersexual es un término que se utiliza para describir a las personas que nacen con características sexuales biológicas que no encajan en las categorías típicas de sexo femenino o masculino.

Candelaria en brazos de su madre

En el hospital, el equipo de especialistas recomendó iniciar una serie de cirugías: dos antes de cumplir 1 año, otra a los 13 y la última a los 17, para hacer que la «anatomía encajara en el sexo».

A pesar de que las únicas intenciones de sus padres eran proteger a su hija recién nacida de acuerdo a los estándares de la medicina de principios de la década de 1980, Candelaria describe aquellas operaciones como «innecesarias y evitables».

«Me mutilaron el clítoris en nombre de la normalidad. No había ninguna necesidad médica de hacerlo, cortaron para que no tuviera la apariencia de un pene», le dice Schamun a BBC Mundo.

Con los años, la ciencia ha comprobado que las intervenciones quirúrgicas que no están motivadas por una urgencia médica suelen ser invasivas e irreversibles y, por lo tanto, no se recomiendan en los niños.

Fue recién a sus 27 años, una década después de conocer su verdadera historia, que esta escritora y periodista pudo empezar a ponerle palabras a lo que durante años había sido un secreto familiar.

El año pasado, Candelaria publicó «Ese que fui: Expediente de una rebelión corporal» (Sudamericana, 2023), un relato crudo donde recorre la búsqueda de su identidad.

Esta es su historia contada en primera persona.

La carpeta verde

Soy Candelaria, pero al nacer los médicos creyeron que era un niño y mis padres me llamaron Esteban.

El día en que descubrí este secreto, mi vida cambió para siempre.

Recuerdo que estaba en la habitación de mi madre, en el primer piso de mi casa -un caserón enorme de principios de 1900 de la ciudad de La Plata (Argentina)- probándome un vestido de fiesta que iba a usar para salir con mis amigas del colegio.

Después de hablar por teléfono con una de ellas, casi como una autómata, bajé las escaleras y fui hasta la oficina de mi padre, que permanecía intacta desde el día de su muerte.

En el escritorio dónde él guardaba todos sus papeles, abrí uno de los cajones y encontré una carpeta verde que decía: «Candelaria. Salud».

No sé por qué tuve el impulso de ir a la oficina de mi padre. No tengo un porqué. Eso para mí sigue siendo un misterio.

Entre los papeles, descubrí la partida de nacimiento, con mi misma fecha de cumpleaños, que llevaba el nombre de Esteban Schamun.

Al instante, me di cuenta de todo: Esteban no era un hermano gemelo muerto, sino yo misma.

«Esteban no era un hermano gemelo muerto, sino yo misma», recuerda Candelaria.

Sentí pánico. Empecé a preguntarme quién era, quién fui, por qué fui un varón.

Después de la sorpresa, sobrevino el asco. Para protegerme escondí la carpeta debajo del colchón.

Era verano, afuera hacía un calor infernal, pero yo estaba helada. Acurrucada en posición fetal, me largué a llorar.

Lo que había leído era desesperante. En cada página, en cada sobre, había información que me comprometía.

Dejé la cama y corrí a la ducha. Me sentía sucia.

Maldije a mi madre: «Ojalá te mueras». A mi padre: «Qué suerte que estás muerto». Maldije mi propia existencia: «Soy un asco, un engendro».

Desde ese momento, mi adolescencia se oscureció. Empecé a hacerme daño, a tomar más alcohol, a alejarme de mis amigos, a estar enojada con mi mamá, enojada con todos.

Pasé por situaciones de mucho desamparo porque no le podía contar a nadie.

Tardé mucho en poder contarlo. Mucho. Más de diez años.

«Un parche sobre otro»

Todo empezó cuando, al mes de nacer, mi mamá notó que cada vez que me amamantaba yo vomitaba la leche. Preocupada por mi salud, me llevó al médico.

Tras unos análisis clínicos, el pediatra ordenó internarme de urgencia.

Mamá llamó a mi papá, le pidió que viniera lo más rápido que pudiera y decidió que me llevaría al Hospital de Niños de La Plata, un prestigioso hospital público de Buenos Aires.

Pero pasaban las horas y nadie arriesgaba un diagnóstico. Fueron diez días de angustia y desesperación, hasta que el médico clínico pidió que interviniera una endocrinóloga.

Así llegó el diagnóstico: «Hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal».

Una alteración genética que afecta a las glándulas suprarrenales y, por lo tanto, a la capacidad del cuerpo para producir hormonas. Eso había alterado la conformación de mis genitales externos.

Me atendieron los mejores endocrinólogos del país y llegaron a la conclusión de que necesitaba medicación de por vida y algunas cirugías programadas para mejorar la «malformación».


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