Los derechos sociales son los que atienden al ser humano en lo más profundo de lo que es y de lo que quiere ser. Los que protegen a esas grandes minorías, a los excluidos por razones de clase social, sexo, religión… un manto protector para los sectores más vulnerables.

Por ello, se ocupan de las cuestiones vinculadas a la vivienda, trabajo, previsión social, salud, pensiones, adulto mayor, educación… y acceso a servicios públicos que dignifiquen la vida de la gente.

Estos derechos pese a que han sido reconocidos por los organismos internacionales, es decir, por todos los países y sus gobiernos, como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos y Sociales y Culturales (1976), el mundo cuenta con un tema de desigualdad que no podemos dejar pasar como si nada.

En efecto, para el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional el año 2022 fue un año de incertidumbre. Fue el año de la desigualdad. La recuperación del COVID-19 se ha hecho más difícil, según ellos, debido a las amenazas del cambio climático, fragilidad, los conflictos, seguridad alimentaria y la violencia, según yo, por la ausencia de voluntad política para enfrentar con sinceridad la desigualdad, ya que se siguen privilegiando a los poderosos y desplazando a los más desfavorecidos.

Con ello, la crisis migratoria es la más grave y miserable de todos los tiempos. Las personas prefieren morir en una patera, en una frontera o en el Darién que quedarse en su país. De allí, grandes titulares: “crear un mundo sin pobreza” “hambre O” … en los discursos y en la erogación de inmensos recursos para promover esos conceptos, sin ejecutar acciones para lograrlo.

Los sujetos pasivos de estos derechos constituyen el caldo de cultivo del populismo. Es a ellos a quienes dirigen el mensaje populista para lograr su voto. Tanto la derecha como la izquierda populista y autoritaria han utilizado a los más necesitados para obtener el poder y después los deseñan. Con la excusa: del cambio climático, la inflación mundial, déficit, enemigos externos… cualquiera es válida, puras habladurías para justificar lo injustificable.

Son estas minorías quienes ponen y quitan presidentes, pero no reciben nada a cambio. Realidad que ha generado un sentimiento de insatisfacción social durante este siglo, por no irnos más atrás, produciendo grandes reclamos sociales a nivel mundial.

En el año 2010 hubo huelga general en España contra la reforma laboral de Zapatero y del sistema público de pensiones. Ese mismo año surge el movimiento de los Indignados, un lanzamiento contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica, que terminó fortaleciendo al partido político Podemos (fraude político).

A principios del año 2011 inicio de la Primavera Árabe. En la ciudad de Sidi Bouzid, Túnez, cuando un joven de 26 años Mohamed Bouazizi, fue despojado de su mercancía por la policía y se inmoló a lo bonzo, desencadenándose una serie de manifestaciones que se extendieron desde las periferias de la capital de ese país y terminó por derrocar al gobierno; fue un detonante para el mundo árabe, el resto de la historia la conocemos.

El estallido social chileno (2019-2020) por el alza del transporte público al que se unieron grupos estudiantiles. Fueron disturbios, saqueos, destrozos a bienes públicos, incendios…  que condujo al triunfo de Gabriel Boric, todavía están esperando los chilenos los grandes cambios propuestos.

Quiere decir que aparecieron las contradicciones, que alertó Fukuyama, y cada día hay más insatisfacción social contra la democracia. Al extremo de no importarles el tipo de régimen político o quién gobierna, menos la política.

Si aterrizamos en Venezuela país que cuenta con un gobierno revolucionario, que “supuestamente” trabaja para el pueblo y los más desfavorecidos. Según el Informe Latinobarómetro 2023, a la pregunta: “¿Hasta qué punto las libertades, derechos, oportunidades y seguridades están garantizados en el país? Completamente garantizados 26,1% y entre algo, poco o nada garantizados 73,9%. En cuanto a la justa distribución de la riqueza: garantizada 9,7%, mientras que, entre algo, poco o nada 90,6%. Mientras que si las oportunidades de trabajo están completamente garantizadas, 15,9% piensa que sí, y entre algo, poco o nada 84,1%. Cifras que están muy lejos de representar bienestar social.

De allí la necesidad de Estados fuertes que puedan brindar esa maya de protección no sólo a los más vulnerables, los más desfavorecidos a quienes el Estado le debe su atención, sino a todos los ciudadanos. Que es la tesis del investigador Joel S. Migdal, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad de Washington, que ha desarrollado el enfoque state in society, concibiendo al Estado como un campo de poder en la práctica de sus múltiples partes. Diferenciando los diversos actores, colectivos e individuales, las prácticas institucionales que éstos desarrollan y las relaciones que generan en su interior.

Las propuestas del enfoque State in society se relaciona con la aparición de un campo de estudios denominado por la antropología del Estado, Philip Abrams, Akhil Gupta y Timothy Mitchell, planteamiento que pone a repensar al Estado más allá del discurso. Cuya agenda se traduce en que las instituciones resultan, dan respuesta, sirvan en ese espacio de lucha política.

Un Estado que tenga como norte la atención de las necesidades de los ciudadanos, un Estado Ciudadano. Un Estado, como el que hemos concebido, a través de un poder público, el poder ciudadano, que se encargue de fortalecer y organizar a la sociedad, a las expresiones sociales: sindicatos, gremios, concejos comunales, comunas, asociaciones civiles…, en sus propuestas, ideas, proyectos… ante los entes públicos y obtengan respuesta.

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@carlotasalazar

 


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