Disco de vinilo de la Deutsche Grammophon con la 9 sinfonía de Beethoven por la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan

Cada vez que alguien adquiere un teléfono inteligente, podrá ufanarse de su novedad tecnológica por alguna brevedad y, lo más seguro, es que el momento de la compra sea equivalente a ese de un automóvil último modelo que sale del concesionario para irse a devaluar apenas acaricie el asfalto. Por cierto, esta es una imagen del pasado porque en esta comarca ya no tenemos carros a estrenar ni concesionarios ni ese retrato exultante de una familia alegre viendo ingresar un vehículo al garaje. Desde que aparecieron los celulares, opté por la marca Nokia. Era un teléfono ágil, bien diseñado y con la precisión protestante de los escandinavos. Pero pronto llegó un día, ante la terminante epifanía del WhatsApp, que no sé por qué dejamos de actuar como mensajeros de Helsinki y vino para mí el iPhone, el cual concentra todas las ventajas, pero al que no le tengo tanto aprecio como a los valerosos finlandeses que supieron defender su frontera de los despreciables bolcheviques. He convivido con Apple con satisfacción, pero con cierta asimetría morganática. He poseído dos ejemplares 6S, uno de los cuales me fue arrebatado por uno de estos hombres nuevos que ha creado el socialismo, que también agregó al botín mi alianza matrimonial. El que lo sustituyó representa una eficiencia sin mayores emociones como su predecesor, y me abstengo de comprar un modelo más avanzado, porque no me hace la menor falta. Como Benedicto XIII, el papa cismático de Aviñón, me mantengo en mis trece, y no adquiriré ningún otro a menos de que salga de circulación el que tengo, u otro vasconceliano de estos de la raza cósmica me lo arranque, pistola en mano, como fue el caso del anterior.

De vez en cuando comienzan las campañas de temor destinadas a diseminar que ciertos tipos serán incompatibles con las nuevas funciones de algunas aplicaciones, por lo que cunde el pánico entre los consumidores que caen en la emboscada del nuevo modelo. Uno termina aprendiendo a reconocer la maniobra y así viene sucediendo con casi todo lo que adquirimos en materia tecnológica. El mundo se apresura cada vez más a transformarse sin tregua. Ya nada nos parece sorprender, pero todo sigue su vértigo y no somos nunca ya los mismos. La última invención fascinante, al menos para mí, fue la del fax y luego la Internet. Metías una carta en ese aparato con el sonido del porvenir y al mismo tiempo que avanzaba aparecía simultáneamente en otro adminículo idéntico de París. Con la Internet sucedió otro tanto: la creación de una realidad virtual paralela (la famosa noósfera de conciencia interconectada a la que se refería Teilhard de Chardin) que nos comunicaba en fracciones de segundos, ya planetariamente. Lo único a que aspiro es que exista algún día la teletransportación. Que seamos esta vez nosotros los que aparezcamos súbitamente en Londres o en Buenos Aires.

Caracas física, cuadro de José Antonio Dávila que ilustra una de las portadas de Caracas 400 años, edición especial del Círculo Musical

Mi infancia es un salón recubierto de madera clara, con muebles daneses, en una casa modernista de San José de los Altos, villa fundada el domingo 8 de abril de 1956, y que yo comencé a habitar apenas me aparecí en este mundo en 1960. Echo de menos esa patria inicial donde creíamos vivir definitivamente en lo venidero. Confieso que los reportajes del mañana me daban cierto temor a que me fuesen a cambiar el futuro en el que ya me encontraba. En aquel espacio junto a las butacas escandinavas, convivía un arcón español labrado de unos 300 años donde mi padre guardaba sus discos de música clásica que yo comencé a revisar y a poner desde que tuve uso de razón en el aparato Phillips que duró muchísimos años sin que a nadie se le ocurriera la estrafalaria idea de cambiarlo. Los LP estaban organizados por orden alfabético, digamos desde Albéniz hasta Wagner, y uno sacaba cuidadosamente de su funda de papel y plástico interno, un disco, lo ponía y surgía el universo más extraordinario posible, solo comparable con los libros que también visitaba. Había de todos los sellos: la Deutsche Grammophon, Archiv Produktion, Harmonia Mundi, Nonesuch Records, RCA Victor, Capitol Records y también los magníficos del sello venezolano Círculo Musical, capitaneado por Aldemaro Romero. La calidad técnica de la discografía clásica de Aldemaro no tenía nada que envidiarles a esos sellos legendarios europeos y americanos o, al menos, no se le notaba. Además, tenía unos discos muy curiosos, y que a mí me sirvieron de mucho en mi educación musical de escucha, que versaban sobre la vida de los compositores. Entonces, uno en una hora podía saberse la vida entera de Wolfgang Amadeus Mozart o de Cesar Frank. Además de las cosas preciadas de esa edad, esa colección de discos era parte irrenunciable de lo que me rodeaba. Para aumentar nuestro compromiso con la música clásica, mi padre solo sintonizaba la Radio Nacional de Venezuela en el carro y nos instaba a adivinar la pieza y su compositor. La Radio Nacional de Venezuela fue una emisora magnífica y admirable hasta que fue completamente desnaturalizada y destruida por los invasores bárbaros. A mí nunca me interesó otro tipo de música que no fuera la clásica. Ha sido la música que le hado un significado a la vida, diferente a las otras expresiones musicales que conozco que no pasan del nivel meramente estético. Ya en la adolescencia, la música pop o rock la escuchaba y la bailaba en las fiestas, pero jamás me llamó la atención, además de que tengo un récord del que me enorgullezco: jamás he asistido a un concierto rock en toda mi vida.

De aquella colección de discos, el tiempo y su cambio nos fueron convenciendo, primero con la llegada del inutilísimo casete, cuya cinta terminaba por enredarse, y posteriormente con el disco compacto, de que atestiguábamos los obituarios del elepé. Los discos venezolanos traían siempre una expresión en su carátula que decía: “El disco es cultura”. Los discos de Les Luthiers, igualmente, la incorporaban, pero entre signos de interrogación. Pues bien, aquella “cultura” me temo que fue arrasada por la histeria del CD. Las famosas agujas no se encontraban y aquello se vino abajo como los mismos tocadiscos, (antes del Phillips, tuvimos uno que se inspiraba pegando electricidad en el palito del plato, si lo enchufabas al revés). Y caímos colectivamente en la trampa que supuso el abandono sistemático de los discos de vinilo. Hubo alguna gente inteligente -grandes y admirables conservadores- que se resistieron al cambio y no salieron ni de sus acetatos ni de sus pick-ups. Desafortunadamente, no me sumé a la estadística y hoy en día no conservo sino unos cuantos. Tengo especial recuerdo, por ejemplo, por el ejemplar de las cuatro sinfonías de Brahms dirigidas por Bruno Walter con la Columbia Symphony Orchestra. Esta colección venía acompañada por un muy cuidado folleto, en el que aparecía una fotografía de Thomas Mann junto a Walter en Pacific Palisades en 1945 con la leyenda de que, en efecto, Walter sabía tanto de literatura como Mann de música, de modo que resultaba una amistad perfecta entre dos artistas.  Otro de los idos para siempre fueron las interpretaciones de Wagner por Toscanini con la NBC Symphony Orchestra. Ni hablar de la edición especial que sacó el Círculo Musical a propósito del cuatricentenario de nuestra Santiago de León de Caracas (que he vuelto a adquirir, aunque incompleta) que combinaba textos escritos por los más reputados intelectuales de la época junto a las interpretaciones de la diversidad musical de Venezuela e ilustrados por los mejores diseñadores y pintores del país. Y resulta, que han vuelto los vinilos o, más bien, nunca se fueron. Que todo aquello de las exequias no era más que una manipuladora mentira que el consumismo vil logró anidar en nosotros. No estoy en contra del consumismo, sin este no hay mercado ni pueden florecer las libertades económicas. Me refiero al envilecido, al que genera falsos patrones de necesidad. Ahora se trata de retornar al vinilo, pero esta vez sin desechar los discos compactos. La lección ha sido dura, pero ha sido aprendida.

Extractos de Tannhäuser y El crepúsculo de los dioses de Richard Wagner en un vinilo de Electrola, con la Ópera Estatal de Berlín, dirigida por Franz Konwitschny.

En 1995, Juan Liscano publicó uno de sus libros más reaccionarios, Nuevas tecnologías y capitalismo salvaje, (Fondo Editorial Venezolano). En aquel libelo acusador, Liscano, como buen estatista, nunca entendió el mercado y lanzaba llamaradas sobre el supuesto neoliberalismo advirtiendo sobre el peligro inminente de los nuevos amos del poder que imponían ideas y conductas en una conspiración mundial. Yo comenté sus tendencias ultramontanas en un artículo donde lo figuraba cubierto de pieles en la comodidad de la caverna, alertando a todos sobre la inconveniencia de ese invento reciente: la rueda. No he cambiado de opinión sobre su libro, pero para no cargarle las culpas del todo, y excusarlo por tanta alharaca retrógrada, se me antoja recordar con alguna nostalgia una de las frases de ese mismo ensayo, como supongo que también lo hizo al escribirla: “Aprendí a odiar las innovaciones del consumismo cuando mi máquina de fotografía Agfa desplegable quedó fuera del mercado; cuando el disco de 78 r.p.m. se pasó al long play de 33…cuando llegaron la cinta y el compacto”. Con lo cual, abramos los ojos ante la llegada victoriosa del presente, pero nunca sin prescindir de lo que hemos dejado atrás, que forma parte de lo que somos, de nuestra historia.


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