Expresado pronto y mal por un mero aficionado, el famoso «imperativo categórico» de Kant vendría a decir: obra siempre de tal modo que desees que tu comportamiento se convierta en pauta de conducta universal. Evidentemente, nuestro Sánchez no es kantiano. Es más bien de la escuela del «lecciones doy que para mí no tengo». Ya saben: para mi familia, barra libre; para las de los demás, persecuciones con juicio sumarísimo.

Los brillantes y solemnes actos en el Palacio Real, reservados a cargos públicos y ciudadanos distinguidos por el Rey, contaron con la asistencia de la imputada Begoña Gómez (para más señas, esposa del presidente). Una vez allí, ella y su marido fueron saludados con risita cómplice por uno de sus más leales asistentes, el fiscal general García Ortiz, candidato a otra imputación. El decoro institucional y la observancia de las normas se la refanfinfla a los joviales Sánchez-Gómez. Se tronchaban, porque se sienten intocables. Al fin y al cabo, ya se encargará el proyecto de autócrata de amenazar y denigrar a los jueces y periodistas que osan a evaluar el comportamiento familiar.

En la España actual no es lo mismo ser un Sánchez que un Borbón. Si un Sánchez acaba en tribunales –y ya tenemos a dos, la seudo primera dama y el hermanísimo–, la respuesta del presidente y sus ministros es que hay una cacería de jueces de la fachosfera y «digitales de los bulos». Una operación orquestada por «la derecha y la ultraderecha», que tiene su centro de mando en los siniestros cuarteles generales de Mordor, léase la Comunidad de Madrid.

Los méritos del Rey Juan Carlos en favor de España son magníficos. Pero también es cierto que su conducta moral dejó que desear en su etapa final. Tras el mandato de Suárez, presidente que tenía arrestos para ponerse serio con el monarca y evitarle malos pasos, el Rey se sintió demasiado libre de ataduras y por momentos sucumbió a las dos clásicas tentaciones bíblicas: la concupiscencia y el culto al becerro de oro. Pero aún así, una cosa es la condena ética y otra la judicial. Sánchez, que necesitaba una cortina de humo después de engañar a los españoles anunciando en falso el fin de la pandemia, lanzó en julio de 2020 un ataque frontal contra Juan Carlos I. En una rueda de prensa con el primer ministro italiano, calificó de «inquietantes» y «perturbadoras» las informaciones sobre el Rey. «Nos perturban a todos, a mí también», enfatizó.

Sánchez estaba enseñándole la puerta de salida al Rey, de 82 años entonces. Sus medios afines se lanzaron a por él. Hoy sabemos incluso que la lamentable iniciativa de su destierro partió del Ejecutivo y que la encargada de acudir a comunicarlo a la Zarzuela fue Carmen Calvo (lo narra en su libro con detalle Alejandro Entrambasaguas). El 4 de agosto, el Rey abandonó su hogar de 58 años, la Zarzuela, rumbo a lo que de hecho era una pena de destierro. Es decir: Sánchez lo expulsó de su país sin estar imputado, y la Corona lo aceptó en nombre de la ejemplaridad y el sosiego de la vida pública.

Felipe VI ha impartido lecciones a Sánchez sobre cómo se actúa cuando surgen sombras en tu entorno. En mayo de 2019, Juan Carlos I se apartó de la vida pública. En marzo de 2020, el actual Rey renunció a la herencia de su padre y le retiró su asignación, en respuesta a las acusaciones que pendían sobre él. Por último, marchó al forzoso exilio.

Hay otro ejemplo relevante de que no es lo mismo ser un Borbón que un Sánchez: la infanta Cristina. El juez Castro, personaje menor con notorio afán de prota, la imputó en abril de 2013 contra el criterio de la Fiscalía Anticorrupción y la Agencia tributaria. No le salió bien. Así que en noviembre de 2014 la imputó de nuevo por dos supuestos delitos fiscales, de los que al final fue exonerada, salvo el pago de una multa. A Sánchez el celo persecutorio del juez Castro le parecía admirable, por supuesto.

¿Qué hizo Felipe VI ante los problemas judiciales de su hermana? Pues antepuso su deber a sus afectos familiares. Cortó amarras con ella en lo que atañe a la vida pública y en junio de 2015 le retiró incluso el Ducado de Palma.

¿Qué hace Sánchez cuando imputan a su mujer y abren diligencias contra su hermano? Pues monta un circo con un falso amago de dimisión, anuncia iracundo medidas de «calidad democrática» –eufemismo que designa el asalto a la justicia y los medios críticos–, y acude al Palacio Real a pasearse muerto de risa con la imputada y con el fiscal general, que también está al borde de la imputación por filtrar datos de un particular para ayudar al PSOE.

Felipe VI encarna y defiende una democracia del primer mundo. Sánchez I de Gómez nos propone una satrapía arbitraria, donde el ombligo de un líder supremo que ni siquiera gana las elecciones será la medida de todas las cosas.

Si el presidente aplicase a su familia el rigor censor que aplicó a la del Rey, la imputada Gómez estaría proscrita en todo acto de Estado. Pero los Sánchez se ríen… de todos nosotros.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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