Lilian Rojas, Belén Rojas, Gabriel García Márquez, Tula Rojas, Isabel Rojas, Marisela Gonsalves y Anita Vila, caracas, 1998 | Vasco Szinetar ©

Por JUAN CARLOS ZAPATA

La hora del postgrado

Ese año de 1958 fue un postgrado en política y poder para Gabriel García Márquez. Tenía 30 años cuando arribó a Caracas el Día de los Inocentes de 1957. Venía de Londres, había vivido y malvivido en París, había recorrido algunos de los países socialistas, se había quedado sin empleo y, gracias a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, llegaba a trabajar en la revista Momento, de la que era colaborador desde un par de años atrás. Llegó, como se dice, con una mano atrás y otra adelante, a la ciudad de la que tanto había escuchado hablar en su infancia. La ciudad estaba en su memoria, y en sus sentimientos, pero jamás pensó que la experiencia de los próximos días iba a ser determinante en su vida y obra. Viene el 23 de enero de 1958. Cae la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y en Caracas lo que hay en desarrollo es una revolución. Al menos así lo vio. El periodo de mayor apertura democrática que ha vivido Venezuela, solía decir su amigo Teodoro Petkoff, a quien conoció en 1971.  Entonces Gabriel García Márquez tiene la ventaja de ser reportero. Esa condición abre puertas, y lo coloca en lugares decisivos de los acontecimientos en desarrollo. Tiene acceso al Palacio de Miraflores. Repara en uno de los últimos militares alzados que no suelta la ametralladora y ensucia la alfombra con las botas llenas de barro. Esa imagen se le convierte más tarde en el punto de partida de El Otoño del Patriarca, su novela del poder. De modo que esa obra nació allí, en el centro del poder, entre uno que se iba y otro que llegaba. Con la sensación del poder y al mismo tiempo la visión del poder. Pero no sería solo una imagen para la inspiración literaria sobre el poder. Sino del poder práctico, concreto, que persigue y obtiene resultados. Porque en el Palacio de Miraflores también están ellos. Los otros. Los líderes protagonistas de una nueva historia. Y los conocerá a todos. A Wolfgang Larrazábal, el marino que encabezó el movimiento militar que echaba al dictador. Conocerá a Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba y a Gustavo Machado. Los cuatro constituyen el ideal de la nueva etapa que se inicia. Y son al mismo tiempo los mismos que vienen luchando desde los tiempos de Juan Vicente Gómez por un país sin cadenas, de los venezolanos, en democracia, con elecciones libres. Escribirá un reportaje antológico, La generación de los perseguidos, de lectura obligada ayer y hoy, un texto que Miguel Otero Silva recomendaba. En la máquina de escribir portátil color rojo en la que escribe, el joven reportero, flaco, bigotudo, fumador empedernido, retraído casi siempre, silencioso y huraño y provocador, teclea una frase, Que solo la unidad de estos líderes que llegaban del exilio hará posible la estabilidad de la naciente democracia. De todos aquellos, solo Gustavo Machado, el comunista, no alcanza a ser presidente de la República. Por lo pronto, es Betancourt el que gana las elecciones, y a García Márquez, ahora desde la posición —ya se ha ido de Momento junto con Plinio para el Grupo Capriles— de jefe de Redacción de Venezuela Gráfica (Plinio se encarga de Élite), le corresponderá la edición de la portada que lleva la foto del Betancourt electo presidente. Ha sido un 1958 vertiginoso, días “intensos”, apunta Plinio. Y este es el año del postgrado. Ese año, lo dirá el propio García Márquez, adquirió claridad política, y en el prólogo para la primera edición de Cuando era feliz e indocumentado, Manuel Caballero le señala que, hablando con la dirigencia, adquirió un digest en historia política de Venezuela. El doctorado vendría después.

Gabriel García Márquez y Teodoro Petkoff / Archivo El Nacional

Con Carlos Andrés Pérez llega el doctorado

Ya era amigo del joven dirigente Luis Herrera Campins desde la redacción de Momento. En el Grupo Capriles conecta con Ramón J. Velásquez, experto en Colombia, y ahora director del nuevo diario El Mundo, después ministro de Betancourt, y cómo no, presidente de la República en 1993, cuando el vendaval de los golpes de Estado y las conspiraciones de 1992 y 1993 se lleve por delante el gobierno de Carlos Andrés Pérez, su amigo, su mejor amigo, junto con Petkoff, por décadas. Luis Herrera también será presidente entre 1979 y 1984. Se sabe que conoció a todos los presidentes de la democracia. A unos más y a unos menos. No hay constancia del nivel que pudo establecer con Raúl Leoni, sucesor de Betancourt, sin embargo, le gustaba resaltar el hecho de que Leoni y Betancourt, entre otros, vivían exiliados, poco más de 20 años atrás, en la dictadura de Juan Vicente Gómez, en Barranquilla y que se bañaran en las aguas del río que cruza Aracataca. A Pérez lo habrá visto de pasada en esos días de 1958. Pero en 1967 —gobierna Leoni—, a raíz de la primera edición del Premio Rómulo Gallegos, observará a un Pérez digno que, siendo ministro de Interior, el ministro policía que combatía la guerrilla procastrista, respetaba la posición de Mario Vargas Llosa, el premiado, de apoyo a la revolución cubana, el socialismo y la literatura comprometida. Es más, a pesar de los ataques, Pérez defendía que Vargas Llosa hubiera sido el representante de Venezuela en el concurso. García Márquez se había ido en 1959 a trabajar con Prensa Latina, la agencia de noticias fundada para defender la revolución cubana. Tuvo un paso rápido por Nueva York. Recaló en México. Y en México escribió Cien años de soledad. Llevaba casi ocho años sin pisar Caracas. En México luchaba por ganarse la vida. De modo que el poder lo observaba todavía lejano, aunque no era indiferente a lo que ocurría en Colombia, Venezuela y Cuba. Ese 1967 es vedette en Caracas. Comienza el éxito, y comienza a ganar derechos de autor por primera vez en su vida. Luego viene otra pausa de cinco años. Y no vendrá a Caracas sino hasta 1972 a recibir el Rómulo Gallegos. Cien años de soledad es la novela premiada. Ya no es solo Gabriel García Márquez. Es también Gabo. Es también Macondo. Es Úrsula Iguarán y toda la estirpe de los Buendía. Caracas lo festeja. El poder se rinde a sus pies. Más de 1.500 personas asisten a la gala. Gobierna Caldera y Caldera lo invita a almorzar al Palacio de Miraflores. Es un almuerzo con el poder. De ese encuentro quedará el registro de una entrevista que el presidente le hace al escritor (fue publicada por El Nacional). Antes de marcharse ocurre el evento que marca su biografía del poder. Conoce a Carlos Andrés Pérez. Pérez lo quiere conocer. Pérez ha leído la novela. Pérez va a ser candidato presidencial. Los presenta Simón Alberto Consalvi, uno de los creadores del premio Rómulo Gallegos. La historia constatará la empatía que ambos tuvieron. Pérez gana la Presidencia de la Republica en 1973. Con Pérez mandatario, Gabo se gradúa de doctor en Poder.

Nace el operador político

No es cierto que primero se hizo amigo de Fidel Castro. A Castro lo “trató” de pasada, en diciembre de 1960, en el aeropuerto de Camaguey, estando en Prensa Latina. Pero no fue hasta 1976 que en realidad se entrevistaron en La Habana. Pero antes se había hecho amigo de Pérez y de Omar Torrijos, y cabe la posibilidad de que es Pérez quien hace el puente entre Torrijos y Gabo, e incluso, luego, tal vez sean Torrijos y el mismo Pérez quienes  logren la entrevista con Castro en 1976. Porque es Pérez quien restablece las relaciones entre La Habana y Caracas. Así Gabo se perfila como doctor en política, y al mismo tiempo como operador político. Y un operador que resulta incansable. Obsesivo. Ya se sabe. El poder es un vicio. Hay que ubicarse en la época. Lo que era Venezuela. La democracia y el petróleo. La influencia de Caracas en el contexto regional, y más allá, hacia España, incluso, con el fin del franquismo. Así que, apoyado en las relaciones que mantiene en Venezuela, y respaldado por Carlos Andrés Pérez, Gabo quiere jugar en ese tablero, que es múltiple. No rompió con Castro cuando los intelectuales lo hacían, y al mismo tiempo intima con Pérez. Debe observar los movimientos de Pérez que despliega una activa política exterior y en Venezuela nacionaliza las industrias del petróleo y el hierro. La lucha de Panamá y Torrijos por el canal de Panamá Pérez la hace suya, y Gabo también. La lucha contra la dictadura de Somoza, Pérez la respalda hasta con dinero para los sandinistas, y Gabo se conecta aquí. Y se conecta en la relación entre Felipe González y Pérez, y en la relación de Pérez con Daniel Ortega, y en la relación con Olof Palme y Willy Brandt. Y después Gabo vuela solo. Va de La Habana a Panamá. De La Habana a Caracas. De La Habana a Bogotá. De Ciudad de México a Madrid. Lleva mensajes. Trae mensajes. Está consciente de estar dentro de un núcleo de relaciones, y eso es poder. Cuando Pérez sale de la presidencia se establece un grupo de discusión y análisis que se reúne en la Panamá  de Torrijos. En ese grupo participan Felipe González —aún no es presidente—, Pérez, el expresidente de Colombia Alfonso López Michelsen, quien había sido profesor de Gabo y son amigos, y Simón Alberto Consalvi. Pérez sigue defendiendo la causa sandinista. Y a pesar de que no es presidente su voz se hace sentir en el conflicto de Centroamérica. Gabo critica la posición de su amigo Luis Herrera Campins, que ha sucedido a Pérez, de respaldo al gobierno de Napoleón Duarte en El Salvador. Por el contrario, Gabo no deja de elogiar en declaraciones públicas el trabajo de Pérez y a veces da la impresión de que han coordinado lo que van a decir. Cuando termina Herrera su periodo, asume Jaime Lusinchi en 1984 y echa atrás la política de aquel. Es Lusinchi el que le ofrece a Gabo en abril de 1988 un sentido homenaje en el centro del poder, el Palacio de Miraflores. Otra vez estaba allí, como en 1958, como con Caldera, como con Pérez. Y está allí con sus amigos Pompeyo Márquez y Petkoff.

Una operación contra Fidel Castro

A Gabo le gustaba el modelo de transición aplicado en Venezuela por aquellos líderes que entrevistó en 1958. Se unieron y el país funcionó, vivió los mejores 40 años que ha registrado la historia. Gabo se convenció en Caracas de que las armas no eran el mejor camino para alcanzar el poder. Por eso le donó los 100.000 bolívares (25.000 dólares) del premio Rómulo Gallegos al MAS y se hizo, dijo, “militante internacional del MAS”. Gabo quería un modelo de pacificación para Colombia como el que veía en Venezuela. Y lo quería para Centroamérica. Y quería cambios en Cuba. Gabo se metió en la piel de los demócratas de Venezuela. Hizo suyos los códigos de la democracia. Carlos Andrés Pérez me dijo que restableció las relaciones con Castro para atraerlo al campo de la democracia. Y este es un plan en el que coincidió con Pérez, no solo en la teoría del doctor en Política sino en la práctica del operador. Veamos. Fue en 1991, Pérez llevaba dos años, reelecto, en la presidencia. A raíz de la crisis de la Unión Soviética, Gabo propone a su amigo presidente y al canciller, Armado Durán, la oportunidad que se les presenta para que Castro proceda a una apertura en Cuba. Las negociaciones se ponen en marcha. Hubo reuniones en México. Durán viajó a La Habana. Se hizo otra reunión en La Orchila. Ayudaba Gabo, ayudaba Felipe González, presidente de España, Carlos Salinas de Gortari, presidente de México, ayudaba César Gaviria, presidente de Colombia. Fidel Castro se había comprometido a presentar el plan ante el poder cubano. Pero vino el golpe de Estado de Chávez el 4 de febrero de 1992 y lo desbarató todo porque, como bien me señaló Durán, Pérez se vio obligado a sobrevivir en lo interno, dejando en un segundo plano la política exterior. Así que Chávez no solo le dio una estocada de muerte a la democracia en Venezuela sino que además evitó que Cuba girara hacia un esquema aperturista. Y esto nos lleva a 1999. A la entrevista que le hace Gabo al Chávez  presidente electo. En esa entrevista —tramitada por Castro— no es que Gabo deja abierta la posibilidad de que Chávez sea el salvador de Venezuela, sino que queda claro que es el déspota que ya era y terminó demostrándolo. Gabo, operador, doctor en Política,  amigo de Pérez y de Petkoff, sabía a quién estaba entrevistando. A “un ilusionista”, al que botó “la oportunidad” que “la suerte empedernida” le “ofrecía de salvar a su país”. Seamos claros. La disyuntiva con la que termina la entrevista no es tal, ni es tampoco una premonición gabiana. Si Gabo hubiera creído lo contrario, no deja sentada y firme la opción del déspota que sería Chávez. Conocía la influencia que Castro estaba ejerciendo en Chávez, y por allí ataba cabos del peligro, del riesgo. Gabo hablaba este punto con Pérez, y lo hablaba con Petkoff, me consta. Por esos mismos meses, Pérez, me lo dijo en Nueva York, está haciendo lo posible para que Luis Miquilena y José Vicente Rangel —claves en la victoria electoral de Chávez— no lo dejen sucumbir ante el autoritarismo, pero Pérez descartó la idea, igual como la había descartado antes con Castro, al notar que Miquilena y Rangel eran los que sucumbían ante el militar golpista.  Gabo tendría vida y tiempo para constatar que había tenido razón con el final de su reportaje. Vio bastante de los gobiernos de Chávez y del proceso chavista.

Gabo contra Hugo Chávez

Era un demócrata. Si no lo era, ¿le hubiese propuesto a Pérez el plan respecto a Castro y la apertura cubana? Si no lo era,  ¿hubiera defendido a Pérez el 4 de febrero de 1992? Y lo siguió defendiendo, lo visitó en 1996, detenido en La Ahumada, su casa. Gabo estaba consciente del peligro de Chávez. Ni siquiera Castro pudo hacerlo cambiar de opinión. Dijo una vez que no necesariamente las opiniones de Fidel y la suya tenían que coincidir siempre. Respecto a Chávez, no coincidían. Tan convencido estaba del déspota Chávez, que Gabo no pisó jamás Caracas mientras aquel gobernó, por más que coqueteara con sus libros y lo citara en sus discursos. No quería que Chávez lo usara. Este operador político no quería la foto al lado de Chávez. Prefería llamar a Petkoff por teléfono y en 2007 en Cartagena, yo estaba ahí, hablaron sobre el tema. Siguió hablando con Pérez. El doctor en Política y el operador político que era Gabo no se dejó seducir. Mucha agua había corrido bajo el puente. Veamos la historia contada en décadas. En 1948 presenció el Bogotazo. En 1958, la caída de Pérez Jiménez. En 1968 es ya una celebridad. En 1978 está metido en las operaciones a favor de la democracia en Centroamérica. En 1988 Lusinchi lo agasaja y es Premio Nobel desde 1982, por lo cual su voz se hace sentir, incluso en El Vaticano, y ese año es el nuevo triunfo electoral de Pérez. Más tarde se hace amigo de Bill Clinton, presidente de los Estados Unidos. En 1998 gana Chávez y observa el peligro de un militar que habla de revolución. Pero a Gabo la revolución que le gustaba era aquella, la de 1958, la que estableció la democracia más amplia y participativa que se ha vivido en toda América Latina, la democracia de la generación de los perseguidos.

El 4 de febrero que jamás llegó

El 4 de febrero de 1989 Gabriel García Márquez pregunta y Carlos Andrés Pérez responde. El premio Nobel de Literatura quiere que el nuevo y al mismo tiempo reelecto presidente haga un ejercicio de futurología política y del poder. Quiere que le responda cómo estará el país dentro de cinco años, o sea, el 4 de febrero de 1994; quiere que le responda cuál será el estatus de la integración latinoamericana del que Pérez es promotor; y quiere que le responda si aspiraría a un nuevo mandato. Reparemos en la fecha. El equipo de Pérez ha organizado una rueda de prensa con los medios internacionales, y la particularidad es que García Márquez se incorpora como un reportero más, y así lo hace notar el moderador, Pastor Heydra. No podía esperarse menos de García Márquez. El presidente es su amigo desde hace 25 años. Tiene todas las esperanzas puestas en Pérez, que se confirme en un estadista de talla continental y que entregue una Venezuela en paz y “restablecida”. Repitamos la fecha, es el 4 de febrero de 1989. Pérez le responde, lo complace, se ubica en el aún lejano 4 de febrero de 1994, y lo que señala no logra trascender los “vericuetos de la imaginación”, como bien expresa en su respuesta. A finales de ese mes, violentos saqueos sacudirían Caracas y, en consecuencia, al gobierno recién instaurado. Tres años más tarde, el 4 de febrero de 1992, una insurrección militar intentará sacarlo del poder, incluso matarlo, de ser posible. En noviembre de 1992, sucede otro intento de golpe, al que Pérez derrota como al primero. El 4 de febrero de 1993, la crisis política no ha cesado, por el contrario, el presidente ahora se enfrenta a una conjura política y civil que no lo dejará terminar el periodo, y en mayo renuncia, irá a juicio y a la cárcel. Así que no habrá 4 de febrero de 1994, no habrá discurso, no habrá balance sobre la integración y la paz, la estabilidad y la prosperidad no estarán garantizadas. Pero queda la fecha, la fatalidad de la fecha. Pensaría uno que Gabriel García Márquez lo imaginaba, lo presentía, como presintió, 30 años atrás, recién llegado a Venezuela, que algo iba a suceder y, en efecto, ocurrió, aparecieron los aviones en el cielo de Caracas, se movilizó el Ejército y cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.


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