El público lo descubrió por primera vez en Doce del patíbulo. Corría 1967 y aquella película de Robert Aldrich, director muscular si los hay, sería la última gran película de un género que había surgido al calor de la Segunda Guerra Mundial para asegurar lealtades y taquilla en la última de las guerras irrebatiblemente justas. Sutherland era uno de los doce convictos reclutados por Lee Marvin para tomar por asalto un castillo en el cual festeaban altos jerarcas nazis. Entre de la docena sucia era el más ingenuo, bordeando la oligofrenia, objeto de las bromas de sus compañeros y superiores. Era además entre las primeras bajas de la misión la más lamentada por el público. No era casual. Sutherland, gigantón y buenote, paseaba sobre la vida unos ojos entre tristes y sorprendidos que nadaban en una cara gigante en la cual la boca mínima se perdía pero  dejaba escapar una voz de gravedad metafísica. No era ese su primer papel, ni mucho menos, desde 1962 se venía fogueando en pequeños papeles en la televisión y en 1965 protagonizaba un segmento de antología (“Vampiro”) en un filme de episodios memorable llamado El tren de los horrores del Dr. Terror. Ahí componía el papel de un médico ingenuo, recién llegado a un pueblo a quien convencían de la existencia de un vampiro. Tenía una vuelta de tuerca tan ingeniosa como hilarante y nadie mejor que Sutherland para caer víctima de una conspiración maligna.

Pero la consagración vino en 1970 con el rol de “Ojo de Halcón” Pierce en una película que haría historia: MASH. El filme era un encuentro más que feliz, una de esas conjunciones astrales que a veces nos regalan los estudios. Robert Altman era un director que venía de la televisión, formato impermeable a su talento, Ring Lardner Jr. escritor talentoso,  había ido a prisión en 1947 por ser un testigo inamistoso de la HUAC, la comisión que investigaba la penetración comunista en Hollywood. Llevaba 20 años en las listas negras, trabajando en negro. Pero la delicia eran los dos actores al borde del estrellato cuya química dentro y fuera de la pantalla había sido instantánea. A Sutherland, el canadiense de New Brunswick se unía Elliott Gould, el judío neoyorkino opacado por la fama de su esposa Barbra Streisand. Entre ambos, con el libreto de Lardner y la alocada dirección de Altman armaban una sátira memorable sobre la imbecilidad de los superiores, la inutilidad de la guerra y la apuesta por un cine fresco que anticipaba los grandes hitos de la década que empezaba. En una hora y cincuenta y seis minutos la película consagraba a un director, dos actores y rescataba a un libretista valioso del olvido. Se llevó la Palma de Oro de Cannes y el Oscar al mejor libreto adaptado, entre otros.

El resto es historia. Sutherland el gigante bueno e ingenuo era sucesivamente el policía tímido de Klute (1971) junto a Jane Fonda, el nazi perverso del Novecento de Bernardo Bertolucci o el contable reprimido y  a la larga homicida de El día de la Langosta. En todos los casos su fisonomía, su inocultable cara de inmaculada bondad moldeaba al personaje, que siempre ocultaba un dejo siniestro. Podía ser imperturbable como en el remake de 1978 de La invasión de los usurpadores de cuerpos, en la cual reservaba toda su energía contenida para el sobrecogedor rugido final, o la frialdad del espía alemán de El ojo de la aguja en 1981, o acompañar a Robert Redford en su debut como director con el papel del padre acongojado por la muerte de su hijo en Gente como uno. Sus dimensiones y la expresividad de su cara lo hacían un personaje imposible de ignorar. Acaso era inevitable que Fellini lo llamara para componer su Casanova un filme que debe tal vez mucho mas a su protagonista que a su director, dicho sea con el respeto del caso.

Hubo además títulos olvidables, pero poco importaba. El actor aportaba a cada empresa una dignidad que funcionaba como una garantía de calidad. Acaso porque su solvencia había hecho de su presencia una marca de fábrica, un poco como el físico de Hitchcock era inevitable en sus películas y en su marketing. A lo último había dejado de ser el joven díscolo de MASH, el operativo frío de JFK de Stone, para transformarse en un abuelo que seguía protagonizando historias, todas ellas revestidas de su genio.

Se fue un grande. El cine no sería lo que es sin Donald Sutherland.


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