Uno de los problemas neurálgicos en la extinción de dominio es el relacionado con la buena fe. Para la teoría del Derecho, la buena fe es uno de los pilares en los contratos, quizá, aquello que motoriza a todos para la celebración de convenciones a pesar de cualquier vicisitud o clima de suspicacia. Sin la buena fe, como lo caracterizaron los romanos hace más de 2.000 años, poco o nada hubiera evolucionado en materia patrimonial. Para el Derecho moderno, la buena fe se ha transformado en una presunción -desvirtuable- que excepciona de nefastas consecuencias a quien la invoque y pueda probarla sin ninguna cortapisa. En fin, sería imposible concebir el desarrollo económico sin una base negocial sólida, donde, el intercambio de bienes y servicios depende de la conducta -por activa o por pasiva- de las partes que realizan ese negocio. Sin este corolario, ni la persona más avezada en contrataciones tendría el coraje suficiente para siquiera suscribir una carta de intención para contratar.

Pero las dimensiones de la buena fe no han sido puestas en tensión en Venezuela, muy a pesar de su estricto abordaje en la jurisprudencia de nuestra Casación civil a lo largo de dos centurias, sino con la entrada en vigencia de la Ley Orgánica de Extinción de Dominio (LOED). Sobre este particular, quien suscribe ha venido explicando en este espacio periodístico los pormenores -que son innumerables- de este peculiar instituto latinoamericano. Podría tomarme décadas y cientos de columnas para hacer accesible -y asequible- las delicadas categorías, conceptos, principios, características, dudas y desafíos de la extinción de dominio venezolana; sin embargo, más allá del tecnicismo y la capacidad científica para estudiar este mecanismo de corrección patrimonial constitucional, lo destacable es la necesaria toma de conciencia al momento en que una persona -natural o jurídica- establece una sincera relación con su propio patrimonio. Como bien ya lo expliqué, la era que caracterizó a Venezuela de la “mantequilla patrimonial” llegó a su fin el 28 de abril de 2023. Quien en este momento mantenga el esquema que el problema más telúrico del derecho de propiedad es su desconocimiento por el Estado, o bien, que la binariedad propiedad pública/propiedad privada, es el eje central de nuestro tiempo, sencillamente no ha tomado conciencia suficiente sobre lo que realmente implica la extinción de dominio.

La LOED, en su articulado, no sólo define la buena fe sino que le otorga características muy especiales que la diferencian de la buena fe ordinaria prevista en el Código Civil o en otras leyes similares que abordan materia contractual. El artículo 9 de la LOED nos conceptualiza a la buena fe como “(…) Conducta diligente y prudente, exenta de toda culpa, en todo acto o negocio jurídico relacionado con los bienes a que hace referencia esta Ley (…) (artículo 5.5). Como puede analizarse estamos en presencia de una “diligencia y prudencia” que en todo momento debe observar quien contrata, es decir, un comportamiento extremadamente cuidadoso, quizá rayando en la más escrupulosa precaución. De esta forma, surgen otros conceptos claves para comprender esta buena fe, no sólo cuando se está frente a un juicio civil de extinción de dominio, sino lo más importante, antes de celebrar cualquier contrato que pueda poner en peligro la integridad de todo el patrimonio. Como bien he apuntado en otro momento, el proceso in rem de extinción de dominio no se detiene en la pérdida de la titularidad de los efectos patrimoniales que pudieran considerarse “contaminados” por ilicitud. También pueden verse irradiados otros efectos, de claro origen “lícito”, que por la negligencia del titular, cometió la imprudencia de mezclar aquello que era limpio con lo no tan limpio. Consecuencias, se pierde todo, inclusive, si estos patrimonios se superponen a otros especiales, como por ejemplo, una comunidad conyugal o concubinaria.

Ante las gravísimas consecuencias de un proceso de extinción de dominio, es por ello que se ha otorgado un especial cuidado al concepto que estamos estudiando sobre la buena fe, que en esta materia, es “calificada”. En la legislación comparada latinoamericana, por ejemplo, México y Perú, la buena fe ha sido precisada en amplios capítulos de sus respectivas leyes, estableciendo, unos parámetros sobre qué puede considerarse buena fe y qué no lo es. En nuestro país, le corresponderá al juez de extinción, establecer estos parámetros tomando como referencia lo previsto en la LOED. En términos generales, son pautas de conductas que de producirse y verificarse, indefectiblemente, no procedería la extinción de dominio. Entonces, ¿ser cuidadoso con mi patrimonio me puede excepcionar en un juicio de extinción? La respuesta es sí. En el examen procesal que realiza el juez civil, verifica que quien alegue la buena fe no sólo indique una interpretación sobre este concepto, sino que cumplió el cuidado y prudencia antes, durante y posterior a la contratación. Y en este aspecto contractual, dependiendo el área sobre la cual se emitió el contrato, el juez debe ser sumamente escrupuloso en la revisión exhaustiva de los contratos, de sus actos preparatorios, de la transparencia en la ejecución de las obligaciones de las partes, etc.

¿Y qué sucede con los terceros que por alguna circunstancia, contrataron con personas cuyos bienes son de procedencia ilícita? En este caso también se les impone la carga probatoria de demostrar que actuaron con prudencia y una diligencia de tal calibre, que, hasta la persona más avezada pudo haber sido inducida al error. El tercero no puede escudarse con una buena fe simple, alegando que fue “víctima” de un engaño o que “no sabía que el bien era de procedencia ilícita”. Ese alegato era plausible en 1950, en una sociedad más pastoral. Pero, en la era de la globalización, donde la interconexión económica y financiera está enmarcada dentro de estándares de vigilancia prevista en los tratados y convenciones internacionales, así como, por los organismos internacionales de seguimiento (vgr. GAFI), más bien asomar una suerte de “inocencia”, puede traer consecuencias peores y ser interpretada la misma como evidente mala fe. Por ejemplo, se suscribió un contrato de venta, pero, dentro del mismo se insertó una cláusula con otro contrato de naturaleza disimil (vgr. un mandato con todas las características del artículo 1684 del Código Civil); entonces, es claro que no había una intención prístina entre las partes de vender sino de disfrazar con esa venta otras operaciones con el bien.

Estos razonamientos nos llevan a una nada agradable conclusión. Lamentablemente las prácticas de muchos colegas en el foro, aunado al comportamiento nada transparente de los contratantes, establecen bajísimos estándares en cuanto a la buena fe calificada. Ejemplos son muchos. Desde la concreción de precios viles en contratos, pasando por obviar formalidades registrales o notariales, omitiendo elementos que sinceren el negocio jurídico, no sólo pavimentan el camino para futuros problemas con la justicia. Sencillamente usted, apreciado lector, que le paga al abogado por realizar esta documentación defectuosa, está desembolsillando recursos -si es que ocurre- para que en el futuro abra la puerta a la pérdida de todo su patrimonio por falta de “debida diligencia”. Sabemos que cumplir con todas las exigencias legales puede resultar costoso, máxime, por los altísimos aranceles en nuestros días; pero, a veces vale la pena pagar esa cantidad y no correr el riesgo que por cómodos precios, o una astucia de poca monta, pueda usted perder su dinero y sus bienes en un proceso de extinción de dominio.


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