El periodismo, según consagró Gabriel García Márquez, Gabo, es el mejor oficio del mundo. Un oficio ejercido por periodistas, colegiados o no, que es harina de otro costal. El Gabo fue periodista en Venezuela a finales del año 1957 y nos legó un librito breve, sencillo, con obvio sello garciamarquiano, de crónicas y reportajes –Cuando era feliz e indocumentado– que todo pichón de periodista, incluso de comunicador social, y también los más avezados, deberían leer y releer.

Había en aquel tiempo remoto redacciones, y jefes supremos y unos cuantos mandos intermedios, los mínimos posibles, y un enjambre de periodistas hablando por teléfono de discar, tecleando una máquina de escribir, apurados por el cierre y emocionados con una exclusiva -tubazo, en nuestro argot- o una historia para dejar sin aliento a los lectores.

Las redacciones vivieron unas cuántas décadas más como centros de un saber particular que consistía en interpretar la realidad según unos códigos propios del oficio que exigían verificación, destreza redaccional bajo presión y compromiso con ese asunto escurridizo, y muchas veces inalcanzable, que es la búsqueda de la verdad.

Los avances tecnológicos modificaron las estructuras de los medios, incluso físicas, cambiaron el modelo del negocio, ampliaron sus audiencias y colocaron en ellas, en su consulta obsesiva, el control de lo que antes era tarea exclusiva de un grupo de hombres y mujeres -cada vez son más ellas las que ejercen el oficio- que fueron capaces, con unas cuantas herramientas, de levantar diarios, revistas, emisoras y televisoras con un gran poder de influencia social, cultural y político.

Un aparente afán democratizador se hizo del timón de un buque navegando en aguas encrespadas, en el que las redes sociales, ligeras y despreocupadas, se balancean mejor y sin ataduras.

En paralelo, el resquebrajamiento democrático que recorre el mundo ha arrinconado a medios y periodistas. Los primeros ya no son los faros de la sociedad, que alumbraban en la oscuridad, víctimas, seguramente, de errores propios y de una oleada de autócratas vacunados contra el escrutinio público y hábiles en crear enemigos; y de los periodistas, viejos perros guardianes, se desconfía porque parecen engranaje de una maquinaria que dejó de ser contrapoder o porque se resisten a los cambios, aferrados al pasado o, en especial, porque siguen tercamente siendo un incordio para los poderosos y su agresivo discurso populista.

Aun con la prensa a la baja, como reconoce Martin Baron, exdirector de The Washington Post y The Boston Globe -acaba de publicar Frente al poder, que registra sus ochos años frente al diario de la capital estadounidense y la era Trump-, el poder sigue temiendo a medios y periodistas que lo fiscalizan. Nuestro caso venezolano, tierra arrasada por la vorágine oficialista, es un claro y dramático ejemplo.

El empeño puesto durante este cuarto de siglo en demoler el sistema de medios privados e independientes plantea una tarea -otra más, y descomunal- para volver a tener una prensa viva y cuestionadora, independiente y responsable, y periodistas celosos de su libertad y persuadidos de la importancia de su oficio en una sociedad democrática. Feliz Día del Periodista con la seguridad de que vendrán tiempos mejores.


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