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En memoria de Adela Gosen Martínez

Siempre permanecerá en mi memoria el día que conocí a Adelita. Ha debido ser a principios de noviembre de 1963, en la celebración de los 5 años de Marisela su hermanita, mi compañera de colegio. Adelita nos llevaba catorce años, de manera que, en aquel momento, ella contaba diecinueve años y asistía a la universidad donde estudiaba Psicología. No sólo era grande; era importante.

Salió al corredor a saludar. No sé si llegaba o si se iba, pero yo dejé de jugar para verla. Aluciné con su atuendo: un vestido color marfil de líneas muy rectas, con capa ¡sí, con capa! y como complemento un sombrero de pildorita como los que usaba Jacqueline Kennedy. Tacones altos del mismo color. Me la quedé viendo, mesmerizada. ¡Yo quería una ropa así! Aquella Navidad le pedí al Niño Jesús “un vestido como el de Adelita”, pero no me lo trajo.

En el corazón de cada niño siempre hay un lugar secreto, un rincón lleno de magia y sueños, donde todo es posible. Uno de ellos era el cuarto de Adelita, uno de los mejores lugares de juegos de mi infancia, y puedo ufanarme de que tuve varios.

Yo no sé si Marisela consideraba que el cuarto de su hermana era un sitio secreto, mágico u onírico, porque a fin de cuentas era parte de su casa, al lado del cuarto de ella. Pero algo así tenía que haber, o tal vez era la simple atracción que despierta lo prohibido. Recuerdo como si hubiera sido esta mañana la suave voz de Flor Gosen, la mamá de ellas, preguntándole a “Mariselita” si estábamos en el cuarto de Adela, porque ese cuarto, en muchas ocasiones, fue mucho más que nuestro centro de juegos. Para mí, era el epítome de la sofisticación.

Y es que Adelita era, realmente, muy sofisticada. Una especie de diosa de la moda, y a la vez una intelectual. A primera vista podía parecer distante, pero esa imagen desaparecía tan pronto uno la trataba. Entonces se convertía en una persona muy dulce. Ser sofisticada, intelectual y a la vez dulce, era una combinación muy poco usual. A mis ojos, la hacía más atractiva: Adelita era un modelo a seguir. Recuerdo una vez que salió de traje largo para una fiesta. Al verla bajar la imponente escalera de su casa, pensé que era un hada extraída de los cuentos que tanto me gustaba leer. Ella era el material del que estaban hechas esas historias…

Pero quiero volver a su cuarto, porque aquella suerte de castillo, era un espacio donde la realidad se desvanecía y daba paso a un mundo de fantasía. Apenas uno entraba, la primera percepción era su olor… ¡olía divino! Nosotras hemos debido vaciarle quién sabe cuántos frascos de perfume, porque literalmente nos bañábamos con ellos.

Recuerdo que poseía muchos libros, bastantes con títulos que yo encontraba extraños y me preguntaba si tendría tiempo de leerlos todos. La vi leer tantas veces, con los lentes apoyados en la punta de su nariz perfectamente perfilada, tan absorta que no le molestaba que revoloteáramos a su alrededor.

Recuerdo también las veces que nos sumergimos en su armario, explorando los múltiples tesoros que guardaba: vestidos que fluían como cascadas de tela, zapatos de tacón alto que me hacían sentir como una princesa en un baile real, aunque no pudiera dar más de tres pasos sin que se me torciera el pie, joyas que capturaban la luz y la transformaban en miles de colores y, lo mejor de todo, su ropa interior. Sus toallas sanitarias, según Marisela, eran el perfecto relleno para sus sostenes. Marisela era, ante mis ojos, la “experta”, porque yo, además de ser la mayor, no tuve hermanas, sino hermanos. Así que tomé aquella sentencia como “palabra de Dios”: los senos existen porque los sostenes se rellenan.

El maquillaje de Adelita era la paleta con la que pintábamos nuestros rostros. Tal vez ya estábamos buscando la imagen de lo que algún día aspirábamos ser. Cada pincelada era una promesa, cada color una aventura por iniciar. Aquel espacio nos servía para experimentar y aprender.

Adelita sabía que nos metíamos a revisar su cuarto. Que yo sepa, al menos a mí jamás me reclamó, ni me regañó. Con esa actitud, tal vez hasta sin saberlo, me enseñó que la verdadera belleza no está en el brillo de un labial o en la perfecta confección y caída de un vestido, sino en la forma en que tratamos a los demás, en la gentileza de nuestras acciones y la sinceridad de nuestras palabras. Años después también entendí que su sofisticación no residía en las marcas de su ropa, sino en la elegancia de su espíritu.

Hoy, aunque el cuarto de Adelita está vacío y en silencio, su esencia permanece viva en cada rincón. En mi memoria recorro con cariño aquel santuario de secretos y descubrimientos para aquellas pequeñas, que, con apenas 5 años, lo exploraban con asombro y admiración. La ropa de Adelita, sus perfumes, sus zapatos y su maquillaje no eran solo objetos; eran símbolos de una feminidad y un mundo adulto que nos fascinaba. Las toallas sanitarias, utilizadas de manera inocente para imitar su figura, reflejan la mezcla de curiosidad y el deseo de emular la inteligencia, gracia y la belleza que Adelita representaba. Su influencia, sin que me queden dudas, se extendió más allá de las paredes de su cuarto.

Hoy, al recordar a Adelita, rendimos homenaje a su memoria no solo con palabras, sino con el recuerdo vivo de su esencia. Adelita, en su sofisticación y dulzura, permanece eterna en las historias y anécdotas compartidas, en las risas y en los momentos de aprendizaje que continuarán formando parte de la vida de su familia y de quienes la conocimos y la quisimos.

@cjaimesb


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