Estatua de Churchill

 

Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo y la sabiduría para reconocer la diferencia” (Alcohólicos Anónimos)

La vida, nuestra vida, solo admite un intento. Lo que vivimos cada uno de nosotros es lo que cuenta y no las vidas ajenas que vemos en las pantallas. Nos hemos acostumbrado a la compañía del dispositivo electrónico para permanecer continuamente informados de todo: correos electrónicos, redes, avisos sonoros de WhatsApp, noticias de prensa, etcétera.

La mayoría de nosotros vivimos como si fuésemos espectadores. No tendría que ser así. Me viene a la memoria una escena de la película El turista accidental (Lawrence Kasdan, 1988) en la que sonaba el teléfono fijo -no se había inventado el smartphone todavía- durante una partida de cartas familiar y ninguno de los jugadores se molestaba en atender la llamada. Los jugadores lo dejaban sonar hasta que el llamante se cansaba de insistir y el teléfono no volvía a sonar. Fue extraño. En aquel momento no entendí esa manera peculiar de ignorar descaradamente algo tan instalado en nuestra rutina moderna. Con el tiempo, me di cuenta de que esa familia no era rara, sino rebelde, o por lo menos, coherente con las prioridades de su día a día.

Ya sé, dirá usted que he caído en mi propia trampa, que yo también soy un mero espectador. Aquí hablo de cine, de arte y literatura que ayudan a vivir mejor, a tratar de entender de qué va esto de la vida; sin embargo, no querría pasarme la vida cuestionando la vida de los otros, y sí preguntándome a mí mismo sobre la mía.

Los individuos nos volvemos viejos animales rutinarios; necesitamos hábitos y actos repetidos que nos aseguren que mañana seguiremos vivos. No obstante, no deberíamos dejarnos llevar por la prisa. Es preciso saber digerir los titulares de los periódicos y las noticias. La actualidad solo es noticia durante unas horas. A veces nos olvidamos de vivir la vida despacio. A veces no nos acordamos de las cosas importantes que no deben olvidarse. El pasado mes de marzo leíamos estos titulares en la prensa: “Registrados casi 1.700 casos de coronavirus en 16 de las 20 regiones italianas” (El País, 1.03.2020), “Muere el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal” (20minutos, 2.03.2020), “El coronavirus llegó a Venezuela” (El Nacional, 14.03.2020).

El coronavirus en Venezuela

Dos meses más tarde, en mayo, leíamos sobre la aprobación en Estados Unidos de un tratamiento novedoso contra el virus con un fármaco conocido como “Remdesivir”. Circulaba además un rumor por los informativos y las redes sociales acerca de la posible enfermedad de Kim Jong-un que se dejaba fotografiar a principios de mayo. El mismo mes, el día 25, George Floyd, un ciudadano americano de Mineápolis moría asfixiado al ser detenido por la policía y se convertía en mártir. Desde esa fecha hasta hoy siguen las movilizaciones en las calles estadounidenses y en las calles de todo el mundo reclamando los principios “liberté, égalité, fraternité” -que avivan el espíritu de la Revolución Francesa de 1789-. Es un recordatorio de la lucha necesaria por los derechos de los oprimidos. La situación pierde consistencia cuando algunos de los manifestantes pretenden hacer una revisión histórica superficial de urgencia de personajes de la talla de Cristóbal Colón y Churchill. Los manifestantes violentos destrozan las estatuas y monumentos de estos y otros personajes en las grandes capitales del mundo. Estos actos restan legitimidad al movimiento de solidaridad #blacklivesmatter.

Hubo muchos rumores acerca de la salud de Kim Jong-un

Borrar el pasado no tiene sentido. En primer lugar, no es posible. En segundo lugar, esta vida solo se vive una vez. En tercer lugar, no hay derecho a que unos individuos nos sometan al resto de la humanidad a su propia historia, la que les agrada a ellos. Es posible que dentro de un tiempo alguien igualmente vehemente sienta malestar ante la figura de Martin Luther King en una plaza de cualquier ciudad. Es posible también que actúe contra ese símbolo de bondad y convivencia portándose como un hombre sin templanza

[1] (Plegaria de la serenidad, Reinhold Niebuhr)


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