RAÚL

Pasó el décimo episodio electoral, octavo con complicidad española, para elegir los miembros del Parlamento Europeo, que defienden los valores de la UE; el respeto de los derechos humanos; la libertad; la democracia; la igualdad y el estado de derecho … ¡Ah! y aprueban los presupuestos de la UE y controlan como se gastan sus fondos. Suena bien pero apenas moviliza la mitad de los electores, a pesar de la llamada a la participación desde los medios gubernamentales de los países integrantes. Ahora se añade lo del mantenimiento de la paz, en tanto la guerra se ve más cerca que nunca en las últimas décadas. Algo habría que corregir pero …

Mientras, volvemos al escenario de la política nacional del que, en realidad, no hemos salido ni un instante porque, en los comicios recién concluidos, lo europeo, lo que se dice lo europeo, sonó poco. Aquí, entre nosotros, seguimos en la repetición de los ramplones discursos habituales, que aburren hasta a los más resistentes. Cabría pensar que junto a las amenazas, más o menos veladas del sanchismo, se trata de una estrategia para someter a los que aún aguantan el bochornoso espectáculo, de todos los días, cada vez más comitrágico. Los protagonistas de la función son Sánchez y Puigdemont, junto a otros actores de reparto. El primero es un personaje tragicómico, más allá de las apariencias, con pocos éxitos y caros, por encima del aprecio o desprecio que susciten sus habilidades. Un tipo patético que no sabe cómo salir del embrollo en que se ha metido y, con él, a la mayoría de los españoles. Tal vez no pensó que coger al toro por el rabo puede ser arriesgado, pero el verdadero peligro está en soltarlo, y alguna vez tendrá que hacerlo. ¿Es ésta la causa del miedo que tanto le desasosiega últimamente?

Salvo un desequilibrio mental, insuperable, no puede pensar que es eterno, casi lo único que le falta por comunicarnos. Su desconcertante «gestión política» ha llevado a los ciudadanos a la más profunda división y desorientación. No se sabe cuál será su próxima estratagema, para intentar seguir en el poder. Sólo en esto último hay acuerdo general, no tiene otro objetivo. Lo demás puede entrar en el campo de la producción epistolar, la política internacional, el desmoronamiento del estado de derecho; la ley de amnistía; la «solución del problema catalán»… Frente a los que creen en su inteligencia superior, recordemos la brillantísima carrera desarrollada por el genial presidente del gobierno ¿español?

En marzo de 2018, dos meses antes de la moción de censura que, con el tiempo, le llevaría a convertirse en el «puto» amo, se escribía, en algún periódico, que volver a la normalidad democrática, no era otra cosa que elegir un candidato a la presidencia de la Generalidad, que no estuviera sometido a un proceso judicial, y mucho menos en la cárcel. Lo contrario llevaría a Cataluña a un callejón sin salida. Cualquier propuesta para celebrar un referéndum, debía ceñirse estrictamente a lo previsto en la Constitución. Esto lo suscribía entonces Sánchez plenamente, esto y mucho más.

Por su parte, Puigdemont es un sujeto comitrágico, una caricatura de sí mismo, que ha logrado imponer en las instituciones del Estado, la amnistía absoluta para los responsables del golpe de Estado de 2017 y la supresión de los delitos más graves, relacionados con este asunto. Además de obligarlas a los mayores servilismos que se puedan imaginar. Claro que el prófugo está por llegar. Entre tanto, Josep Rull, presidiario pasado a la condición de ex, por gracia de Pedro, ocupa la presidencia del Parlamento de Cataluña y somete a «su libertador» a un chantaje permanente. Eleva las exigencias en materia de financiación autonómica y además liga esta modalidad de extorsión a que el gobierno sanchista pueda aprobar los nuevos presupuestos generales del Estado, sin los cuales las posibilidades políticas de Sánchez serían muy escasas.

Menos mal que vuelve el oráculo de lo idiota afirmando que «a España le interesa reconocer “la singularidad” de las finanzas de Cataluña». Falta que Puigdemont decida cuándo presenta su candidatura al gobierno de la Generalidad, y vayan avanzando las negociaciones para hacerla realidad, o no. Si diera el paso adelante, el panorama de Sánchez y de Illa se complicaría enormemente. Uno u otro, o los dos, habrían terminado su andadura. Si finalmente Puigdemont no llegara a culminar su propósito, el coste de esta decisión, en términos económicos y políticos, sería difícilmente asumible.

Sobran motivos para exigir el final de un gobierno que nos aboca a una realidad ajena a sí misma, víctima de la metástasis de la corrupción y agitada en sus contradicciones. No podemos aceptar que esta política se convierta en el obstáculo supremo para trascender este presente más comitrágico que tragicómico.

Artículo publicado en el diario La Razón de España


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