Con Trump o Biden, Latinoamérica perderá pero también intentará ganar
Foto: Archivo
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Faltan dos semanas para las elecciones norteamericanas y todas las encuestas muestran una clara ventaja de Joe Biden sobre Donald Trump. Conociendo lo que pasó con Hillary Clinton en 2016, esto no es nada concluyente, pero el hecho de que el candidato demócrata supere al republicano contundentemente en varios estados claves da fuerza a la posibilidad de que se concrete su triunfo.

No es fácil abordar con equilibrio el análisis de estos comicios, debido, por una parte, a los acentuados rasgos personalistas y arbitrarios de Trump, que lo hacen tan cercano a esa especie de Internacional de autócratas que en los últimos años ha tomado por asalto al mundo (los Chávez, Maduro, Morales, Putin, Erdogan, Duterte, etc.), con los cuales coincide, al menos en las formas, en su desdén por la democracia y el Estado de Derecho. Otro elemento que obnubila la razón y la sindéresis al abordar estas elecciones es la tremenda polarización que ha tomado cuerpo en la sociedad norteamericana en estos tiempos, alentada justamente por el tipo de liderazgo presidencial y por la visibilidad que han alcanzado algunos de los grupos radicales que fungen como su contraparte, como  Black Lives Matter.

Es indiscutible que Trump –se quede o salga– ha representado un punto de inflexión que marcará, para bien o para mal, varios aspectos de la política norteamericana de las próximas décadas. Quizás el principal de estos aspectos tiene que ver, nada más y nada menos, con la definición misma de la identidad estadounidense: enarbolando las banderas del nacionalismo y los valores de la cultura wasp, y haciendo énfasis en las restricciones a la inmigración, él ha sido el primer gobernante en tratar de llevar al terreno de la acción las tesis expuestas por Samuel Huntington en uno de sus últimos trabajos (¿Quiénes somos?): que en el contexto de la confrontación de culturas que rige al mundo en esta etapa de la globalización, a Estados Unidos no le quedaría más remedio que retomar con fuerza su identidad originaria de carácter cristiana, eurocéntrica y occidental. Esto significaría, palabras más, palabras menos, cerrar progresivamente las fronteras –como está haciendo efectivamente con la construcción del muro– y poner fin a esa extraordinaria capacidad de integración cultural y étnica que ha signado la sociedad norteamericana en las últimas décadas.

En cierta forma, el programa en clave huntingniana de Trump ya lo había empezado George Bush hijo en sus dos mandatos, al invadir Afganistán después del ataque a las Torres Gemelas y declarar la guerra al integrismo islámico de Bin Laden, y, simultáneamente, retomar con fuerza el discurso religioso cristiano, al punto de plantear que el creacionismo bíblico se enseñara de nuevo de forma obligatoria en las escuelas públicas. El problema es que Trump lo ha retomado de manera aparatosa y discrecional, intentando implementar muchos cambios al mismo tiempo en la política norteamericana, poniendo a prueba la paciencia de la sociedad y en particular de las élites de su país.

¿Hasta qué punto lo avanzado por Trump arrastrará al resto de la sociedad estadounidense, y en particular al entorno del partido demócrata, por esta deriva nacionalista, que lo ha llevado incluso a voltear la cara al libre comercio internacional en varias áreas, al establecer medidas proteccionistas? Esto es difícil de saberlo, pero es importante acotar que entre republicanos y demócratas hay muchas más coincidencias de lo que usualmente se cree: baste recordar, por ejemplo, que fue Bill Clinton quien construyó las primeras vallas en la frontera con México (si bien mucho más discretas que las actuales, y enfocadas específicamente en evitar el flujo de estupefacientes, sin darle las connotaciones poco menos que xenófobas que le ha dado Trump).

De alguna manera, los demócratas también terminaron “comprando” la guerra de culturas contra el integrismo islámico, solo que matizando algunos de los aspectos más polémicos ejecutados por Bush hijo, sobre todo la doctrina de la seguridad preventiva, que justificaba atacar cualquier territorio donde hubiese sospechas de incubarse actividades violentas contra la nación. Incluso en campos como el multilateralismo y la participación en los distintos foros y organizaciones internacionales –característicamente uno de los puntos fuertes de los demócratas, y en especial de la gestión de Obama, que Trump ha destrozado cual elefante en cristalería, al salir del Acuerdo Climático de París y de la Unesco, entre otras decisiones–, podemos encontrar coincidencias de ambos bandos desde mucho tiempo atrás, como el rechazo a integrarse al Tribunal Penal Internacional, así como la no ratificación de importantes convenios aprobados por la ONU, como la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) y el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1997), entre muchos otros.

De ganar efectivamente Biden, está por verse, además, si él apoyará lo que podríamos llamar un segundo hito de esa modalidad de guerra de civilizaciones, como es la confrontación que ha iniciado Trump contra China, en prácticamente todos los terrenos: el comercial, el geopolítico y el tecnológico. Muy probablemente será así. De hecho, ya Trump ha sumado al menos a Gran Bretaña –en el aspecto tecnológico– por  este nuevo camino de confrontación con el gigante asiático, que pone fin a más de 40 años de cooperación internacional, que empezaron Nixon y Kissinger.

Menos enigmática, quizás, será lo que suceda con respecto a la política hacia América Latina y Venezuela en especial. Más allá de la alharaca y el recelo creado en el mundo opositor venezolano por un eventual triunfo de Biden –trasladando nuestra polarización a la esfera internacional– en este terreno, de buenas a primeras, han sido más las coincidencias que las diferencias entre demócratas y republicanos. Nada más ilustrativo y simbólico que lo que pasó en el Congreso estadounidense el día que Trump presentó su discurso sobre el Estado de la Unión: cuando manifestó su apoyo militante a Guaidó y la causa democrática venezolana, todos los representantes sin excepción se pusieron de pie y aplaudieron estruendosamente. No se puede olvidar, por otro lado, que la política de sanciones comenzó precisamente con Obama. Quizás la incógnita principal sería cómo podrá compaginar Biden el restablecimiento ya anunciado de la cooperación con Cuba –interrumpido por Trump– con el mantenimiento de una política pugnaz contra el régimen de Maduro y compañía, tarea que luce como algo complicado y de filigrana.

@fidelcanelon

 

 


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