El que el conflicto entre Israel y Hamás haya conmovido el planeta no deja de  ser inusitado. Había permanecido como una enfermedad crónica, de no muy vasta divulgación, comparada con otras coetáneas de mayores intensidades como Siria, Ucrania o Afganistán,  por ejemplo. Un inesperado y atroz ataque terrorista de Hamás con más de mil y tantos muertos y doscientos secuestrados civiles pasa a convertirse en el centro de casi todas las  miradas mediáticas mundiales. Pero desplazándose paulatina y crecientemente a la desproporcionada venganza del gobierno de Netanyahu y su séquito de fanáticos sobre la población civil de Gaza, geográfica y demográficamente convertida en un foco infernal. Baste recordar que se cuentan  por más de una decena de miles los niños muertos en la literal e implacable demolición del país entero en busca de los criminales terroristas de Hamas. Y Netanyahu ha resistido todas las maldiciones y condenas -desde la ONU e inusual cantidad de países-, críticas y amenazas, hasta las de su socio paternal, Estados Unidos.

Aparte de esa condena sistemática globalizada, resulta sorprendente la revuelta de las universidades norteamericanas, entre ellas algunas de las más prestigiosas y adineradas del planeta, y luego la expansión a otros recintos de estudios superiores en diversos países. No resulta fácil analizar el fenómeno.

Tratar de hacer de estos movimientos, sin duda significativos, una especie de nuevo capítulo de aquel contra la guerra de Vietnam como se ha pretendido, es un exabrupto. Casi era un lugar común hablar de la despolitización de la juventud actual, de su falta de energía societaria mínima. En las últimas décadas son raras las excepciones de movimientos  estudiantiles vibrantes, verbigracia a la manera del chileno de no ha mucho que tampoco muy explicable en su  violencia en el país “príncipe” de este lado  del continente americano. Por ejemplo en contra, nadie llamaría heroico al movimiento universitario venezolano que ha padecido una dictadura siniestra y delincuente que no solo ha pisoteado por un cuarto de siglo libertades y los derechos, sino que demolió el país entero y muy marcadamente las universidades, sin mayores respuestas de éstas.

Causas de este reciente oleaje no faltan, pero no parecen suficientes para explicarlo del todo. Es cierto que la insólita saña del gobierno israelí, criticado hasta por sectores judíos, que incluye pensadores honestos y lúcidos, tenga una gran parte en la confección del fenómeno. Igualmente su incesante carácter mediático mostrando el horror cotidianamente. O la decisión noble por sumarse a un movimiento tan expandido universalmente. Pero lo que lo diferencia de la segunda mitad del siglo pasado es que entonces había una ideología señaladamente juvenil que pretendía cambiar el mundo, desde revolucionarios latinoamericanos armados hasta hippies que huían de la alienación de la modernidad y que tiene, al menos simbólicamente, su culminación en el París de mayo del 68. Y el mundo  adulto estaba literalmente escindido y enfrentado, la bomba atómica en el medio.

En todo caso, de las universidades de hoy hablamos, no creemos que haya las condiciones ideológicas mínimas para que estos movimientos vayan más allá  de estos pronunciamientos sobre Gaza. Al menos por ahora, nuestro mundo empieza a crujir.


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