JOSÉ DOMÍNGUEZ BENAVIDES E IDA GRAMCKO EN MOSCÚ, 1948, CORTESÍA XURXO MARTÍNEZ CRESPO

Por IDA GRAMCKO

Diablos (fragmento)

Era de noche y yo esperaba el cielo como ese otro azul nocturno que iba a librarme de la terrible posesión luzbélica. De noche siempre me sentía mejor. Quizás porque lo mismo que mis manos, como límpidas manos fraternales, se ponían a temblar las estrellas. Mas, de pronto, la tiniebla invadió. Siempre he odiado lo oscuro porque me designa un sol inválido. Yo quería los rayos solares como quien pide brazos que protegen. Pero la oscuridad me invadía. Era como el luto repentino de toda flor y todo fruto muerto. La angustia retornaba. Yo ya no le temía. Era tan natural como el aire o el pan. En un sentido, lo mismo que el amor que, al cabo de unos días de su imposibilidad, una ha sentido tanto que ya sólo lo sufre y no le teme.

Hacía horas que la angustia no tomaba figura. Era sólo mi llanto, inútil como todo lo que corre del ojo irracional hacia fuera. Como la vista ebria que nubla los paisajes y los mira lo mismo que polícromos monstruos. El llanto nunca fue redentor. Eso yo también lo sabía. Pero lo dejaba correr, no fluir, que el que fluye es como un río que espera barcos, paseantes, flores que se reflejen… Estas lágrimas eran tan sólo mías, mas la absoluta posesión oprime, sin que por ello nazca ni siquiera el orgullo, la individualidad o el silencio. Todo era intemperie cavernosa, húmeda por mi llanto. De pronto surgió el diablo negro. Golpeaban contra el muro sus cuernos de azabache. Contra el muro hacía resonar su trasero de ébano. Su torso de acerina relumbraba en la sombra y extendió sus dos manos hirsutas como gruesas tarántulas. Atravesé la alcoba, quería irme… Abrí también la puerta. Pero era un diablo astuto. Me envolvió las espaldas con un pesado lamparón de brea. Yo me debatía y sentía que el fango de sus brazos ondulaba, tranquilo, frente a mí. Sus ojos de lechuza me observaban sin vida, pero seguros de su presa. Entonces fue que pude mirar el gato negro enmarañado de su vientre. Las alas de zamuro, abiertas como sucias amenazas. Los cuernos le brillaban como brilla el petróleo. Sus cejas eran hechas de moscas. Una mano, de asqueroso carbón, se acercaba a mi hombro. Entonces le vi el sexo, colgante y aleteante como un viejo murciélago. Yo no sé si grité y maldecí. No se me ocurrió una oración. Cuando el terror te envuelve, hay esa luz contra el vampiro, pero es como si nunca hubieras visto el sol. Se me acercó aún más. Tenía el pecho recubierto de hormigas. Cuando me estrechó, su brazo en torno a mi cintura fue flexible cual pata de pantera. Los grumos de pocilga saltaban sobre el piso. Yo le escupí en el rostro tenebroso. Se rió y sus dientes renegridos y fofos se movieron cual bamboleantes trozos de pantano. Toda su cabeza luctuosa componía un horrible aguafuerte. Estaba a punto de hundir el aludo ratón en mi carne, pero en ese instante aparecieron las estrellas. Entonces, yo recordé la luz. Mis manos temblaron lo mismo que los astros. El diablo, como foca de lodo, se perdió en lo sombrío. Pero aún quedan sus huellas, indelebles, como podridas golondrinas echadas sobre el piso. A pesar de que oro, no he podido limpiar todo su estiércol.

El ángel (fragmento)

De nuevo sola. Con el temor batiendo dentro lo mismo que un pájaro agorero. Volví a temblar por los demonios. Creía que el demonio-araguato, que el demonio-perico, que el demonio-pollino o que el demonio-cuervo iban a aparecerse. Cerré la puerta sin saber por qué. Pues los diablos no hacen caso de las llaves. Lo luciferino, lo angustioso, es aquello que irrumpe. Pensé en el Ángel. También surge de pronto pero, desde el silencio, se escuchan sus pisadas viriles y, cuando te vuelves y lo miras, ya te encuentras abierta. Si no te abres porque te recoge su luz, él penetrará en tu agitación como la quilla en la marea. Entonces, ya posees un peso velando tu temblor. La carga esplendorosa que hace de nuevo renacer tus hombros como un borde de espuma.

Mas ¿para qué decir? Los hombros parecían ensombrecidos igual que bajo el ala de un cóndor. La pesantez de esta sombra agota oscuramente las espaldas. Bajo la alforja angélica, puedes más que nunca moverte. Si de pronto el fardo luminoso te hace detener en el camino, alzas la voz y arreas. Porque es como si tú misma lo esperaras, tú misma en la otra orilla, tú misma que estás lejos.

Quería mi cansancio que renueva. Mi fatiga de canastos radiantes. Mi movedizo y limpio agotamiento. Mas me hallaba liviana, capaz de ser asida por la garra infernal, que posee los bultos nocturnos de la orgía, pero jamás la cesta poblada de destellos de la fuerza. Los ojos, además, se extraviaban. Se habían vuelto tenues y no reconocían los objetos. Las manos no encontraban asidero y se tornaban blandas asiendo cada cosa como si cada cosa no naciera de fe sino de vértigo. Era la víspera diabólica. Esperaba la aparición sulfúrea, enemiga del claro surgimiento. Los diablos aparecen como multicolores pesadillas, encadenadas a la fiebre, al aturdimiento, a la embriaguez. En cambio, un Ángel aparece porque desconoce los cerrojos. Siempre he dicho que un Ángel es una criatura libérrima.

Era, pues, la antesala del diablo. Y yo me dije: ¡sea! Que si la soledad no halla retiro, que si la angustia no halla pecho, aceptemos el demoníaco esperpento. Eso es renegar de la carne, que volvía a ser pura sobre el lecho. ¡Ah, pero el cuerpo nada teme! Se enferma o es violado. Es algo lujuriante y putrefacto. Y se entrega mansamente a la muerte, sin ninguna pregunta, como si se entregara a la codicia. Sólo interroga lo que no es la piel. Aquello que no puede medirse y que despierta, sobrio, cuando el placer se aleja. Tu sueño. Tu conciencia. Tu mente. Con ello se traspasan los límites carnales. Si admites que lo que haces tiene un imperativo de infinito, crees poseer el universo. Y entonces, hasta el sollozo es júbilo porque es transformación. Y la desaparición es una forma de seguir viviendo, porque ha ocurrido la metamorfosis de las manos delgadas, de las mejillas pálidas, de los senos estrechos, y todo ello comienza a gravitar en un goce que ya no es tu caricia sino como la alegría desconocida de lo inmenso.

Pero eso yo lo deseché. Porque solía andar sobre la tierra cual sobre la promesa de una plena y sonriente infinitud. Un paso, un ademán, hasta un beso, eran sólo esperanza de espacio. Una mirada, como un preparativo de meteoros. Una sonrisa, cercanía de sol. Había algo en mí que no cabía en ningún sitio. El cálculo precario del mundo cotidiano se burlaba de aquel enorme hallazgo sin cifras ni linderos. me angustié… Por mi angustia, quise de nuevo el caracol y el hongo. La naranja, la menta, la cereza. Una mejilla donde colocar mi boca que era boca y no proceso sideral. Una cálida mano que palpar, sin concebir su mancha de holgura planetaria o su pátina amplia de un futuro y radiante paraíso. Desde entonces, sólo lo inmediato, lo visible, lo cercano poseo. Lo poseo sólo un instante, porque cuando se aparta vuelvo a estar solitaria. No se rescata nada con recuerdos. Si siento un perfume, es como si sintiera respirar el vacío. No es que me sumerja entre unos brazos como en el agua esquiva el enajenado sediento del desierto. Acaricio con la misma soltura, como si de otros mundos resbalaran mis dedos. Pero ya no poseo lo imposible. Por eso no es mío el Ángel cuando está lejano. Iracunda, exhausta de los bríos astrales, me levanto negando los encuentros etéreos. Me rebelo ante aquello que no puede mirarse. Hay cierta hostilidad en lo solar. No quiero el Ángel que imagino sino el que siento cerca.

Lo que inventamos es, a menudo, un rango cósmico, y por lo tanto, muy consolador. No me quiero débil. No es que me haya vuelto toda carne. Es que requiero compañía y, cuando no la hallo, es como si la piedra se volviera a la pluma. Este Ángel ¿tendrá su plumaje escondido? ¡Ah, qué rabia me dan los armiños! ¡Cómo me reconcilio con los troncos! Yo quiero un Ángel duro. No quiero un Ángel leve.

El espectro (fragmentos)

Yo no quiero ofender. Debo ser lo que soy: un resto vago que ignora aún la discreción. Bien que yo protestara cuando tenía puños y cabeza y que todo ello lo golpeara contra enrejadas y ásperas paredes. Pero ya no. ¿Qué puede concebir un fantasma sino palabras de humo? Contemplo al Ángel triste. Oigo al Ángel colérico. Recuerdo que lo rebatí. ¡Pero, Dios mío, todo lo que yo digo es polvo y no ceniza con futuro! ¿Cómo ha podido la criatura cósmica, con su mirada sobrenatural, prestarle la más mínima atención a un halo parlanchín que ha salido del hueso? Dejadme mi humildad de sudario. Arrojadme sobre nieves marmóreas para que así recobre mi mortaja, recubriendo la huella de mi boca, como venda de piedra. Que no puedo tener orgullo de mi voz porque es aún aire donde aletean mariposas negras. Si aún quiero ser en el vocablo, pese a mordazas pétreas, colocad un hambriento gusano sobre el lastre de mis lívidos labios y así no habrá más fango discursivo ni escoria vanidosa ni mendrugo rebelde. No quiero zaherir. Además, no tengo derecho a discutir pues no soy todavía ni siquiera una pulpa incolora de espectro. Acaso me ha quedado la copiosa costumbre de vivir y por eso me siento cual tiniebla sonora. Campanillas le quedan hasta al más lacerado e inerte. Sin embargo, de la vida sólo me ha quedado el dolor, o lo que es lo mismo, el amor. El sufrimiento es lo que más nos hunde, porque aun estando vivos, nos separa del mundo, nos hace recogidos, nos carga de ánimos de plomo, y entonces es como si uno percibiera un interior enterramiento. Yo no puedo decirle al dolor: entra o acude, como un curioso que lo ignora, porque de todo lo que existe en tierra, no fue nunca un hervor desconocido o algún oscuro y grávido misterio. Fue mi joroba. Lo es aún, sobre la forma que se esfuma, como una giba de éter. Pero no la rechazo. Podría herir a un Ángel si rechazo esta gruesa corcova cristalina, hecha de lágrimas vertidas, pues el llanto jamás entró en recogimiento. Para aprender a ser fantasma, y sobre todo un halo puro, digo ante el lloro máximo y deforme: no eres lo que me agobia; eres tan sólo lo que me conceden. Mas ¿para qué decir? ¿No habré agredido con mis frases? No he querido ultrajar… Ángel, por favor, abre la puerta y que yo pueda irme envuelta en mis cabellos ahora que son largas larvas. Pero no. No abras, ni siquiera, la puerta. Ya es excesiva dádiva haber charlado, con mi acento de bruma, ante ti. Habría que remediar este milagro. Ahora abro la puerta con mi mano de mica. Te prometo sufrir más. Es poco, pero acaso es lo único que yo pueda ofrecerte.

Yo conocí dolores y miserias cuando era una mujer. Ahora, que soy de nebulosa, no puedo comprender que mi rostro de bruma sea golpeado por un duro llanto. El llanto, además, sube al pecho de nicho igual que si subiera de los pies, paso a paso, punzada a punzada. No se lo deseo ni al más cruel. Es igual que un ovillo escalofriante que está dentro del seno fantasmal y no se libra nunca aunque por mis mejillas ya muertas corran fijas hilachas de lloro. Pareciera que es lo único firme que vuelve a ser en mi fantasma.

¿Adónde voy con esto? Tengo aún mi fragmento celestial pero es fino y elástico y yo quisiera un rincón pétreo para llorar y gritar como una fiera herida, y esperar a sabiendas de que después del fluido surgirá el nuevo nudo y se desatarán todas las resistentes lágrimas. No sé ni lo que son. No se vuelcan. Me vuelcan. Azotan las mejillas. Son como granito inmortal en la espectral garganta.

Llorar no es lo mismo que fluir; es, sobre todo, despeñarse. ¡Oh, mi alado, que tu alegre sonrisa luminosa perdone a mi figura, que fue henchida y sedosa esperanza, ya no sólo mi espectro sino el agua cargada de columnas que fluye de mis ojos y me convierte en íngrima cariátide! ¡Ah, por Dios, sostenedme y echadme sobre un lecho muy férreo, cubierta por pesados arrecifes y con un hormigón por almohada! Nada puedo decirte de lo que ahora siento. Se me cerró la boca como cueva. Vuélvete, márchate, sonríe… Olvida mi dureza impregnada. Pero si existe el sitio que yo espero, ese sitio en que el lloro o la quemante lava, desciende en alarido de volcanes, hazme entrar y no pronuncies una sola palabra. Que tu voz generosa será solamente para mí una alegría ajena, apetecida, y dejará mis ojos convertidos en macizos chubascos. Que no escuches mi llanto, fuerte y gris como acero.


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