Por EDILIO PEÑA

El libro tiene un destino, por algo se escribe, aun sin que el propio escritor lo sepa. Luego comienza a hacerse visible en la aurora inesperada, como ese extranjero que llega de lejos con una vasija de palabras ante un lector sediento y ávido de exquisita lectura. Entonces, la bóveda celeste ilumina el fruto de un árbol de significaciones con poder de desatar la chispa del fuego y la resonancia que prenden la pradera y el cielo mismo con hondas emociones. Esas pulsiones que se creían olvidadas —tal vez sepultadas— son las que asaltan, se instalan y desembocan sin aviso,  o sin permiso, en la azotea de la conciencia: umbral por donde estimo comienza a transitar Rojo Prodigio, de Ophir Alviárez.

Junto las manos y soplo, oigo casi un silbido. De mi boca, cual caño al que explota la presión salen las ansias, muñequita de piernas cortas que procuran la huida, un gallo azul, el rigor del que busca en el libro de los sueños…”

Un libro labrado con breves frases que a veces acuchillan o quiebran con el llanto y desatan un diálogo trepidante en la danza de una exposición poética única. En la misma, las imágenes parecieran brotar de un volcán en erupción, extendiendo un tatuaje en la pupila de ese lector desconocido, que se sumerge en cada poema hasta convertirse en otro, como esa escurridiza existencia que puede llegar a ser la misma nada. Aquí no hay metáforas, está el acto poético más ancestral. Aquel donde el poema no es el resultado de un oficio, sino la expresión más viva y entrañable de la persona en su épica de poetizar para restituir el equilibrio perdido del ser.

“Abro la puerta, el viento pasa y me agasaja. Convertida en el aullido de la perra que me consume, sólo sé de sangre que brota por orificios convenidos y no añade valor alguno a la esclava, Quiero ser amable y soy furia, rozo los límites de lo perverso, hay malicia, molicie, pegoste en mis cutículas. Abro la puerta, el viento es una ola con mil lenguas…”.

Si el lector es atento advertirá en cada texto que conforma este libro, esa singular manera en que están escritos, estructurados como un diálogo consigo mismo, y con los ausentes anclados en una muda descripción donde se les increpa —tensa e intensamente— pero sin el marco referencial que sostiene y estrecha la vida. Porque el tiempo y el espacio de esta composición es abolido por la fragmentación con la que se derrumba el pensar y el sentir previsible, ese que rumia la costumbre y el hastío. Lirismo en múltiples ámbitos de significación, donde la imagen y el ritmo tiene un poder abarcador, total y deslumbrante, pero no complaciente con la tradicional estética de la poesía de culto que adora la insignificancia. Esta poesía  nombra y representa un hecho o  acontecimiento, vinculado con las emociones que se despiertan  y su repercusión en sentimientos que ponen en jaque equilibrio psíquico dentro o fuera del vórtice mental porque si no hay puentes de silencio, pausas que lleven a alguna parte del sosiego o la quietud, se continuará hacia el sendero laberíntico del imposible perdurable de la dicha, del andar que se desata hacia las orillas del abismo donde el vértigo antes de caer despliega sus alas. Así el futuro lector se sentirá desdichado, como un personaje tragado por el último atardecer.

“Vengo descalza para que crean, para que sigan mirando, para el acuse de recibo, para que los espejos no les muestren otros dientes, la granada explote y me bañen sus jugos, se confundan con los míos, me redunden, me alborocen, laven la mugre, la que queda acunada en los pezones…”.

Es un sujeto el que está en la trama propiciadora de las palabras en términos biográficos, es su discontinuidad fragmentada que, paradójicamente, la hace totalidad y plenitud confrontada, como un ritual que ansía una instancia poética más profunda para representar el mundo y los seres que han escindido sus vidas. La poesía de Ophir Alviárez alcanza su hallazgo escritural en la ingeniosa disposición composicional, con ese ritmo verbal que, —por momentos—, recuerda la música de Philips Glass y la prosa críptica de las novelas de Virginia Woolf. Pero también las imágenes que emergen en los poemas de Rojo Prodigio nos despiertan la asociación de un rostro cubista de Pablo Picasso, las frases que adquieren color y movimiento y son como los móviles de Alexander Calder o la lluvia penetrable de Jesús Soto. El siguiente fragmento del poema Minucia, me hace evocar a la Señora Dalloway, de Woolf:

“Me acuesto en el piso, mató a mis espectros, los conjuro, los invento, los desvisto, los vuelvo a vestir, me pongo zapatos, cara lavada, un anillo que me aúpa, desamparo la costumbre, la dejo en la acera, en el agua, con los patos, entre las flores. Veo los pájaros, vuelo con ellos, salto la pared, la desmenuza, la pateo, sacudo las arañas…”.

Cuando el umbral poético es cruzado hacia el umbral de la prosa en un sucesivo pendular, el hecho poético no se agota, sino que se abre la puerta del estallido que fragmenta y se disuelve — con una lírica desacostumbrada y potencial—, en una desnudez que activa el vaho al revelarse la masa oscura que sostiene los pensamientos y los sentimientos reiterativos, como ocurre con los planetas del universo. Rojo Prodigio posee la secreta y misteriosa arquitectura del objeto artístico creado y muy preciado. Porque justo allí, entre una frase y otra, en esa especie de vacío cuántico de su composición donde se desatan las realidades paralelas, anida el ensimismamiento, la perplejidad y las múltiples posibilidades que no corresponden a la lógica del pensamiento, sino a la lógica impredecible del acto de la creación magnífica que estremece la conciencia con su remoción más profunda: esa hendija —tal vez una herida— donde se hallan los fragmentos del acontecimiento y aquella existencia en discontinuidad, exaltada —y ahora resguardada— en el rojo prodigio de la escritura.


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