BETO GUTIÉRREZ, CARACAS SANGRANTE

Por ÁLVARO MATA

La nuestra es la época de las imágenes. Naufragamos en mares de imágenes mientras se nos va la vida deslizando el dedo sobre una fría pantalla. Millones de ellas nos bombardean desde todos los ámbitos, cada una más efectista y técnicamente impecable. O no. Pero cada tanto, una de ese montón se abre paso entre la mucha paja y pasa a convertirse en una referencia insoslayable. Su unidad conceptual y carácter irrepetible hacen que se vincule inmediatamente con el espectador, porque él ya sabe esa imagen en algún lugar de su interioridad. Este es el caso de Caracas sangrante, que dio a conocer Nelson Garrido en el año 1993, cuando el país sangraba a chorros por las muchas heridas de su vapuleada constitucionalidad.

Santo y seña de un tiempo infausto entrevisto hace tres décadas por este “hacedor de imágenes”, no hay dudas de que Caracas sangrante es la obra más emblemática de Garrido, porque desde el mismo momento de su aparición, pasó a formar parte del imaginario colectivo del venezolano. Y haber producido una pieza tan eficaz, tan bellamente lacerante, se debe a que su autor conoce a fondo esta tierra que mana petróleo y sangre, por ser un curioso impertinente que se zambulle en las zonas populares con el fin de registrar sus tradiciones, oportunidad que le dio el haber trabajado durante tres décadas para la Fundación Bigott en la creación del archivo fotográfico de cultura popular venezolana. Es evidente que ese valiosísimo material es el sustrato para elaborar una antropología de nuestra sociedad, a través de la violencia, el sexo y la religiosidad, principales motores de su desenfada obra.

Pero echemos un vistazo a los primeros trabajos de este artista para ir trazando una cartografía estética y sociopolítica que permita llegar al icono que nos convoca.

Hijo de diplomático presa del viejo conflicto entre las armas y las artes, Garrido estudia la primaria y secundaria en Italia, Francia y Chile, y se inicia en la fotografía en el taller de Carlos Cruz-Diez en París. Son los años previos al Mayo Francés y el ambiente político e intelectual es propicio para preguntarse por el sentido del mundo de entonces. De allí pasa a un efervescente Santiago prerrevolucionario, en el que experimenta con diapositivas intervenidas que llamó Microencapsulados, y que incluían animales como hormigas o abejas. En ese Chile fotografió a Nicanor Parra, hecho que lo acerca al universo de la poesía, o, más exactamente, al de la antipoesía, tan afín, también, al suyo.

Por aquellos días, Garrido escogió su lugar: se inclinó por los bordes y el margen. En la adolescencia abandona la privilegiada casa paterna y se instala en Carapita, una de las más fervientes zonas populares de la ciudad, en la que permanecerá una década. En el cerro, bastión desde el que podía enfocar mejor su mirada, se dedica de lleno a la fotografía: en el taller de Cruz-Diez, en el cine, dictando cursos y charlas alusivas, esto último en el marco del trabajo social que emprende bajo la guía de César Rengifo. Las tradiciones del pueblo y la gente sencilla, entonces, se convierten en la piedra de toque con la que confrontar las imágenes que poco a poco irá registrando. Mayo 1979 será el testimonio fotográfico de esos años: sucesos cotidianos, paisajes urbanos y algunos desnudos.

Para afianzar los rudimentos técnicos de su oficio, Garrido retoma los viajes que emprendió en su juventud. Fotografía lo que ve, o más bien lo que no ve: no directamente la persona sino su reflejo difuminado, la sombra y los velos que revelan interesan más que la faz natural. Así nace la serie Reflejos humanos, hecha en Europa, en la que se evidencia el ojo de un esteta que recorre las calles buscando sugerentes vitrinas, sombras, empaquetados, detalles del cuerpo femenino, y también animales muertos, gemas que brillan con fuerza por sobre las demás del conjunto. Eso que llaman “estilo” o “lenguaje” empieza a perfilarse con fuerza.

De regreso al país, comienza a oler a podrido entre nosotros. El viernes 18 de febrero de 1983 estallará una primera olla fétida en la cara de los venezolanos que acabará con la solidez y estabilidad de la moneda nacional. Se trata de un drama político y social que desembocará en el “Caracazo”, suceso que desató una espiral de irracionalidad y violencia que aún no ha sido posible controlar.

No poco de esta descomposición generalizada cristalizará en los motivos fotografiados por Garrido: los animales de la potentísima serie Muertos en vía (1987-1988). Gatos, perros, caballos, chivos, a un costado de la carretera, en un erial, solazados sobre sus tripas y putrefacción. “Rintintín después del ataque comanche”, “Muerto de la risa”, “Homenaje a Picasso o Chivo que se devuelve se esnuca”, son algunos de los nombres de estas capturas que sacuden porque nos recuerdan la muerte que seremos, pero al mismo tiempo, con el humor que transpiran sus títulos, podemos restarle severidad al asunto y percatarnos de la fugacidad de la vida, la vanidad del hombre y el absurdo que nos ciñe. Ante tal nada, la risa es el “don que alivia de la oscuridad”, como anotó Rafael Cadenas.

La de los años 90 será la década de los golpes de Estado fallidos, la aparición de la antipolítica y los mesías de turno. Las instituciones son severamente espoleadas y se tambalean los referentes que mantenían al ciudadano en pie.

Garrido no pierde dato y comienza a hurgar en las (des)creencias del venezolano a través de la iconoclasta serie Todos los santos son muertos (1989-1993). Partiendo de instalaciones fotográficas en estudio, el santo que protagoniza la estampa se acompaña de un aglutinamiento de elementos sacros y sacrílegos que dibujan el rompecabezas de nuestra antropología cotidiana: una violenta imagen no exenta de humor que su autor empleó como metáfora de esa época y para aproximarse al vacío de la pérdida de la fe. En ellas, el abarrocamiento y el choque del color recuerdan un recargado retablo de la devoción popular.

En un contexto en el que las cifras de asesinatos se disparaban cada semana, la mejor forma de sacudir era con imágenes que golpearan. La fractura —o el fracaso— social fomenta en el artista ver en el envés de las cosas para agitar con un efecto espejo. En eso andaba Garrido, cuando, con su ojo de lince y feroz olfato de perro, engendra, con apenas ningún elemento, el que será su retablo mayor: Caracas sangrante.

La imagen en cuestión es la ciudad con las torres de Parque Central en primer plano y el Ávila como telón de fondo. No hay cielo. La toma fue hecha desde un helicóptero, y aunque apenas capta un extracto del todo, transmite una idea bastante completa de Caracas: la barriada humilde donde se hizo la exposición, los edificios emblema de la modernidad democrática venezolana y la milenaria montaña del Valle de los Toromaimas. Una foto modélica, casi una postal de las que promocionaban la otrora “Gran Venezuela”. Pero, de pronto, la clarividencia se enciende —el creador es un vidente, se ha dicho— y Garrido interviene digitalmente la fotografía con líneas de color rojo a manera de chorros que manan de todos los rincones de la ciudad, desembocando en un hermoso charco de sangre en el que flotan los conductores que transitan por la autopista.

Es notoria la claridad conceptual y la decantación del lenguaje del artista que da como resultado una síntesis de la balumba de violencia —política, social, de pareja, etc.— en la que se ha acostumbrado a bucear el venezolano. Por eso Garrido se propone “señalar, con la obra, que la violencia no es algo normal (…) La violencia en mi obra funciona como una medicina homeopática: introduzco una pequeña dosis para que el cuerpo del espectador reaccione”, dice. Y el remedio es eficaz, pues el paciente aletargado que somos reacciona de inmediato con la medicina alternativa que nos suministra el artista. Inoculados con algunas pocas rayas rojas, la imagen se anima en nosotros, comenzamos a vernos en alguno de los pequeños habitáculos de la sanguinolenta postal y hacemos conciencia de las gotas rojas de las que, de uno u otro modo, aportamos al gran caudal.

Atrás quedó la bucólica Caracas de los pintores viajeros del siglo XIX, lejano está el hermoso valle al que se entregaron con pasión los paisajistas de la Escuela de Caracas. La de Nelson Garrido es una Caracas sangrante, cónsona con el espíritu de los tiempos que le tocó vivir. Y en este arco que va de la Caracas de los techos rojos a la Caracas bañada en rojo, podemos leer la historia de una violenta transformación citadina, que no hemos sopesado con el debido rigor. Queda esta magistral alegoría de nuestros días para acometer la tarea.

Lo que vino después en el trabajo de este creador es una aguda y sostenida investigación en las fuentes de la violencia, “sin metáforas rimbombantes” (Cruz-Diez dixit) y con bastante literalidad, para estremecer, todavía más, desde el reflejo de anormales situaciones cotidianas. Los títulos de algunas series son más que elocuentes: La nave de los locos, Estética de la violencia o Pensamiento único, estrechamente vinculadas con la debacle política desatada por la marea roja revolucionaria.

A 30 años de esta antipostal de la ciudad, el carácter premonitorio de Caracas sangrante se hizo patente. “Fui un profeta del desastre”, dice Garrido, y remata: “Pero mi obra se quedó corta”. En todo caso, sólo un destello de realidad eternizada en la fotografía es suficiente, porque —sabemos— mucha no soportamos.


Caracas sangrante*

Por FABIOLA VELAZO GARÍPOLI

“En los años 90, la ciudad como tópico persiste en la fotografía documental, directa y en los ensayos fotográficos. Al mismo tiempo, este tema también adquiere relevancia en la vertiente artística y experimental. Dentro de este lenguaje se inscribe una obra icónica de Nelson Garrido (1952): Caracas sangrante. Aquí, la ciudad desquiciada de los balleneros adquiere tintes sangrientos. El poder de esta iconografía reside en su capacidad para connotar la disgregación del proyecto nacional moderno a manos de la violencia. En 1996, Nelson Garrido expuso Caracas sangrante en la muestra colectiva Caracas utópica en la Universidad Simón Bolívar.

Luego multiplicó la visibilidad de la obra imprimiéndola en cartas postales. La imagen digital de la capital chorreando sangre era, sin duda alguna, una traducción estridente del miedo que embargaba a los ciudadanos debido a la escalada de la delincuencia, agravada por las tensiones y contradicciones que dejaron a su paso los fracasos de la democracia petrolera. En aquel momento ya habían ocurrido las revueltas populares del 27 de febrero (1989), el recorte presupuestario impuesto por el FMI, la caída de los precios del petróleo y las intentonas de golpe de Estado de Hugo Chávez en febrero de 1992 y de Hernán Grüber Odreman el 27 de noviembre de ese mismo año. Caracas se desangra y el proyecto modernista, encarnado en los ostentosos rascacielos de las torres de Parque Central, también sucumbe en el baño de sangre.

En 1996, el escritor José Balza confiesa lo difícil que es convivir con una imagen de ese calibre. Diez años después, pudimos ver la imagen en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y, en esa coyuntura de agudización de la violencia política y urbana, la obra parecía todavía más molesta e indigesta. Ahora, a más de veinte años de distancia, se considera que Caracas sangrante es la imagen profética de un Apocalipsis nacional en el que ciudadanos y políticos terminaron por ser sacrificados en el cepo de la Historia, en nombre de la modernidad y del imaginario de la opulencia rentista. Finalmente, la ciudad sesentosa de los balleneros mutó en un pleonasmo de salpicaduras que exacerbaba el sentimiento de fracaso de las veleidades modernistas”.


*Fragmento del ensayo El escenario urbano: un espacio del desencanto. Fotografía y crítica a la modernidad venezolana (1963-2003), de Fabiola Velasco Garípoli. Velazco Garípoli es doctora en Études Romanes espagnoles, axe arts visuels, miembro del Crimic y profesora asociada en el Instituto de Estudios Políticos (SciencesPo Aix-en-Provence y SciencesPo Poitiers). El ensayo está disponible en Internet.


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