Victoria De Stefano / Archivo

Por ROSBELIS RODRÍGUEZ

En El lugar del escritor (1992, ed. 2010), pequeña novela polifónica de Victoria de Stefano, una escritora madura echa de menos el silencio de la lengua, de su lengua: la escritura. Regresa a un rincón específico de su casa, a su habitación propia, el angulo cum libro del que habla Pascal Quignard porque sabe que allí un silencio tal puede engendrar obra mediante el trabajo, la disciplina y la paciencia. Las historias ajenas, aunque breves, de Rufo, de Julio, de Teresa, de Clemente parecieran satélites de la principal, pero aportan un algo que hace que la narración adopte una forma novelesca: la duración. Blanchot dice que la novela está hecha de un espacio en el que brillan «puntos estrellados» que son los relatos; la navegación hacia esos puntos es la narración novelesca; las trayectorias trazadas convierten el espacio de la novela en duración. ¿Lo ven? Aunque Blanchot no la usa, su imagen de la novela es la de una constelación. La de Claudia, la narradora de El lugar de escritor, ha sido una navegación entre relatos opacos hacia el suyo propio: el «punto» que brilla con mayor intensidad. Es como si no sucediera gran cosa, pero lo único que acontece es suficiente.

Lo que permite las historias brevísimas de los otros y la caminata en un espacio público —y a la vez más íntimo que el jardín de Margarita— es el advenimiento del hecho, de la sensación verdadera, del instante en que ¡al fin! nuestra narradora se sienta a escribir. Pero he aquí que la duración es también una forma de la vacilación. Ese estéril ir y venir en un jardín ajeno pareciera querer replicar un ir y venir otro: el de las caminatas y, sobre todo,  el del re-latum, por eso el regreso a la habitación es imperativo a pesar de que no desencadene ni garantice la escritura. Nuestra escritora anticipa ese movimiento de volver-a-llevar propio del re-latum en el plano físico, en la marcha a pie, y es solo luego de la caminata que cesa su vacilación frente a la(s) línea(s) por escribir, que puede imaginar, recordar y combinar como Flaubert, que logra en una palabra: narrar. Claudia lo ha dicho en la primera parte de la novela: no tiene un método; lee y escribe «sólo empujada, arrastrada por la pasión». Y luego, en la tercera y última parte: «sentí el impulso de salir a la calle. No dudé en seguirlo». Sus desplazamientos, como los de Butes en el puente de la nave de los argonautas, preceden al salto. Lo que muestra la novela en toda su duración es cómo ha cuajado el impulso para levantarse irreprimiblemente y saltar, y hace del ‘cómo’ el tema mismo. Sin embargo, el resultado del salto, esas righe tremanti, esas líneas temblorosas que la narradora confiesa haber escrito no se expone en forma de citas. Es como si el final de la novela anunciara un relato por-venir, pero no nos dejemos engañar: el ‘como si’ abarca la novela entera; el contenido de ese relato hacia el que viaja toda la narración ya nos ha sido dado. El fin de la novela indica precisamente que se ha llegado a ese rincón propio, al angulo cum libro en el que para Quignard convergen el sujeto, la lengua y lo real. Al punto en el cual relumbra lo intemporal del relato en el espesor de la novela.


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